Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Hace 10 años colgué esta obra de Concha Espina. El sábado serán beatificadas en Astorga

Princesas del martirio. Las mártires de la Cruz Roja (y 4)

por Jorge López Teulón

En un artículo titulado “Monumento a las enfermeras de la Cruz Roja de Astorga” escrito por M. Francisca Casas y M. Teresa Miralles, podemos leer que tanto la desaparición de las enfermeras como su búsqueda y posterior entierro debió de ser muy impactante para la ciudad de Astorga, a tenor de la documentación que existe al respecto.
 
En diciembre de 1939 se publicó “Las tres ramitas del roble”, en la que el autor, José M. Goy, cronista local, relata la vida y muerte de las enfermeras. Se trata de un romance dividido en tres partes: Partida, Delación y Martirio-final. Fue vendido por 30 céntimos que se destinaron como donativo para la Cruz Roja.
 
En junio de 1948 y con motivo del traslado definitivo de sus restos a la Catedral de Astorga, se publicó la Oración fúnebre, escrita  por el Muy Ilustre Señor Canónigo Doctoral Dr. Don Juan Aponte. Ni que decir tiene que en todos estos documentos se utiliza la figura de la enfermera como propaganda para encarnar y potenciar los símbolos de abnegación, santidad y entrega de la mujer a la contienda.
 
La oración finaliza así:
 
Olga, Octavia, Pilar, que no sucumba
vuestra memoria santa el pueblo otorga
y en explosión de amores que retumba
os da por campo santo toda Astorga y os da esta Santa Catedral por tumba”.
 
Llegamos así, con el capítulo cuarto y un breve epílogo, al final de la obra de Concha Espina.
 
PRINCESAS DEL MARTIRIO
 
CAMINO CUARTO
 
El rescate. La grotesca jefatura de los asesinos dio apresuradamente una orden para enterrar allí mismo a los cinco muertos en la misma fosa. ¿Siempre atados por la cintura? No he podido comprobar ese detalle. Pero sé que hay un vínculo eterno entre los que aciertan a morir ejemplarmente por Dios y por la Patria.
 
Y la tarea se cumple con redoblado encono al mismo tiempo que se repite la consigna desesperada: “No pasarán”.
 
La reiteración de aquella bravata absurda coincide, hoy como siempre, con los avances de la vanguardia nacionalista que ahora se detiene allí donde el mando lo ordena.
 
Y que por largos días vigilará este campo de Asturias desde sus avanzadas de Somiedo, hasta que Franco resuelva la caída del Norte rojo y una aurora de liberaciones de paso al Ejército invencible.
 
Entonces una Bandera de Falange, la séptima de León, al mando del bravo jefe José María Domínguez Alonso, apellido maragato y recio empuje leonés, tomó la villa de Pola de Somiedo el día veintidós de octubre de 1937, a las cuatro de la tarde.
 
Sonora y memorable fue la marcha de esta tropa azul por los montes abruptos y los riscosos veriles del antiguo Principado.
 
De un modo extraordinario fue emocionante el servicio de la Brigada juvenil que extendió sus banderas sobre la tumba de las heroicas astorganas.
 
El hecho, por lo singular en la temperatura febril de esta guerra de Dios, nos invita al recuerdo de otros tiempos heroicos y menos crueles, que llevaron por la llanura mare una famosa cabalgata dirigida al Monasterio de San Isidoro, en la ciudad de León, a llamar a recios golpes: capitaneaban la hueste romancesca en víspera de la Batalla de las Navas, el conde Fernán González y el Cid, buscando en su sepulcro al Rey Fernando I para que asistiese con ellos al combate…
 
También ahora, antes de acometer nuevos triunfos con las armas del Caudillo nacional, corren sus militares a pedir ayuda, gracia y dirección al escondido lecho de las infanzonas leonesas, allí donde las arrogantes mujeres del páramo han hecho florecer la historia de una nueva juventud excelsamente depurada y misionera.
 
Los soldados corren y llaman con angustia y deleite a los tres ángeles del desierto gris. Y en el aire les acompaña un grito de guerra y de poder: ¡Franco, Franco, Franco!...
 
Nieve y lluvia en el viento, un zarzagán de otoño, preludios de la invernada norteña que reduce la vida de los campos a largos períodos de meditación y quietud.
 
Y unos hombres ardientes, enfebrecidos de piedad y ternura, que otean el rescate de unos restos singularmente preciosos.
 
-Aquí están…
 
Ese es el sitio donde duermen -¡siempre despiertas!- las mayorazgas de la llanura, las Princesas del martirio, antorchas inextinguibles de la fe española.
 
Los soldados se arrodillan en la tierra húmeda y helada, mármol para la fosa, lágrimas naturales para redimir el crimen.
 
También los hombres lloran de dolor y de orgullo. Y rezan además. Su bravura, su patriotismo, se rinden en un sollozo y una oración.
 
-Aquí están -repiten.
 
Las voces, los ecos, la ráfaga lluviosa y el copo blanco de la nueve elogian el hallazgo y le comentan con un susurro penetrante, sutil y conmovedor.
 
Ya los nacionales sacuden el arrobo de su plegaria y el jefe ordena que se coloquen en el santo lugar una cruz, un rastel y una permanente guardia de honor. También se dicen allí misas y responsos, precisamente en el aniversario del cautiverio y el suplicio que encienden los nombres de las tres doncellas astorganas en otros tantos luminares infinitos.
 
Se vendimian luceros en Asturias.
 
Aquel octubre rojo de antaño le ha dado al cielo de España una gloriosa trinidad de estrellas.
 
Testimonios. Cuatro meses tardó en publicarse oficialmente la noticia de estos crímenes.
 
El Conde Vallellano, hombre de fina sensibilidad y de exigente conciencia, Delegado general de nuestra Cruz Roja, indagaba con avidez los rumbos y señales de los cautivos de Somiedo.
 
La nobleza, que a tanto obliga en los ámbitos del dolor, puso todo su interés en las gestiones de nuestro Delegado, pero aquella averiguación suya se perdía entre el lodo y la sangre de una maraña infernal, sin límites.
 
Y pasaron muchos días interminables y sombríos hasta que Vallellano pudo responder al oficio que el treinta y uno de octubre le transmitía el Delegado provincial leonés, don Julio Matinot, reclamando a las tres enfermeras astorganas de la Cruz Roja y al médico de la misma benéfica institución, Luis Viñuela.
 
Sólo a mediados de febrero del 37 el organismo internacional responsable desde Ginebra la tremante consulta.
 
Con la frialdad rígida de aquel ambiente político, se dijo allí al representante de San Sebastián, que los cuatro miembros de la Cruz Roja cuya evacuación al territorio blanco se interesaba, “habían perecido en el punto donde fueron aprisionados”.
 
Y esta bárbara manera de “perecer” no mereció del famoso centro ginebrino una protesta ruidos y emocionada, ni siquiera por tratarse del sagrado respeto que a la beneficencia y a la abnegación se tributa en el último paraje del orbe civil.
 
El Conde Vallellano se vio en la triste precisión de transmitir el terrible laconismo de Ginebra al Delegado de Astorga, en un día de doble luto y ya de irremediable desconsuelo para las atribuladas familias de los mártires.
 
Doce de febrero de 1937. El oficio aquel iba dese el íntimo dolor de unos hogares consternados a la España libre, produciendo una vergüenza universal bochornosa, dondequiera que se estimen, con los “derechos del hombre”, algunas de las virtudes inherentes al mismo.
 
Y negadas aquí en absoluto; aunque en el propio hielo del laicismo se pueda conceder una categoría de invulnerable a lo altruista y humanitario. 
 
 
Duquesa de la Victoria, bello título para aplicárselo en la actualidad de España a una gran mujer, nieta de ilustres soldados, unida a las victorias nacionales por los sagrados vínculos del patriotismo y por la propia actuación, levantada y triunfante. Duquesa que preside en España la Cruz Roja desde su fundación, como atraída a ella por los imanes religiosos de la piedad y el renunciamiento; bizarra Duquesa de ademán sobrio y fino, de sencillas costumbres franciscanas, de carácter a la vez modesto y firme, de altiva y acrisolada dignidad. Ya sabía ella de penalidades y arrogancias apostólicas, desde que estuvo en África en días de sangre y luto, entre enfermos y heridos, organizando los hospitales de la Cruz Roja.
 
Después en Madrid, en defensa y sostén de aquellos organismos tan suyos, le sobrevienen a la magnánima Duquesa persecuciones, despojos, cárceles y tormento. De una en otra checa eslava, sometida a toda clase de vejaciones, soporta el martirio con tan austera perfección que lo convierte en éxito y salva con él la vida de otras damas compañeras suyas de cautividad. De sus milagros allí, que no ha querido contar nunca, dan fe muchos anales carceleros, testigos que ejemplarizan con admiración interminable la conducta de esta prisionera excepcional.
 
Y apenas libre, la Duquesa de la Victoria, sin reponer los quebrantos de la salud, sin permitirse un poco de sosiego y de íntima paz, se consagra al servicio de la Cruz Roja, con un celo maternal lleno de inspiraciones y de ternuras, profundamente cristiano y español.
 
Linaje, poderío y gracia, le parecen a esta mujer cosas de escaso valor para sacrificárselas a su país. Y se supera en atender a la Cruz Roja.
 
La Duquesa ha padecido en Madrid a una miliciana brutal, “la Nuncia”, pastora de un rebaño de hembras incalificables. Las ha visto irrumpir como fieras en su espeluznante calabozo de Toreno y de San Rafael. Iban allí en calidad de verdugos. Son parejas de “la Milagros”, de Evangelina, de Lola… los basiliscos de Somiedo.
 
La Duquesa es cristiana, generosa. Y sabe perdonar… Olvida a sus miserables enemigos que lo son de España. Y se entrega al desquite de asistirla como a una enfermera, enamoradamente.
 
Marquesa de Valdeiglesias, la que sabe tanto de Medicina como el mejor ayudante quirúrgico; la que sabe de celo y de vigilias a la vera de los heridos, en las más dolorosas tempestades de la guerra.
 
El gesto pulcro, resuelta la voluntad, acaso porque desde muy niña conoció la blandura de los salones junto a su ilustre pariente la Emperatriz Eugenia y a la españolísima Eugenia de Montijo; artes de vivir que no siempre suponen el disfrute de la mejor ventura sino el cumplimiento de un destino providencial, y muchas veces descubren, con excesivas dificultades, los anhelos de servir a Dios.
 
Buena conocedora de la vida, desde las alturas aristocráticas, la Marquesa de Valdeiglesias presidió audazmente a las enfermeras de la Cruz Roja durante años en nada semejantes a los del Frente Popular, sin que en este feroz Vía Crucis de España abandone su cargo, ni los riesgos del mismo la contuvieran en largos meses de lucha con el latrocinio y los ultrajes socialistas.
 
Padeció cautiverio en Madrid, y cuando fue liberada solo pensó en reintegrarse a su querido apostolado de la Cruz Roja.
 
Títulos, fortuna, jerarquía social, han valido para ella mucho menos que la pesadumbre de los hospitales, donde preside el trabajo silencioso y valiente de las enfermeras.
 
Duquesa de la Victoria, Marquesa de Valdeiglesias, quedáis citadas aquí, religiosamente, como testigos de mayor excepción en uno de los ultrajes más escandalosos que se han sucedido durante la ejemplar defensa, admirable en la Historia, que España sostiene contra los sin Patria y sin Dios, escoria de la Humanidad, los enemigos acérrimos de cuanto sube y se ventila cara al sol; desde el árbol, el nido, la torre y la campana, hasta las frentes mejor erguidas de la Cristiandad.
 
Así reptó la chusma de Europa derribando los bosques, los palacios y las iglesias, destruyendo el nidal de los hogares y las sienes próceres de las criaturas.
 
Reptiles que se atreven hasta la persona luminosa de Octavia, la dulce y bendita mujer toda encanto y bondad, excelso fulgor; hasta la radiante belleza de Pilar, estirpe de querube, ojos desbordados de azul, tan grandes que daban cabida a todo el celeste firmamento; y hasta el gentil hechizo de Olga, exquisita figura virginal, aquella niña que “vino de París”, realizando en tierras de León esa alegre fábula de los nenes que llegan a una honrada cuna por encargo de los papás. Olga, la dulce maragata parisina, allí donde nació, en el ocho de la rue de la Barouillère, quieren ciertas damas católicas colocar una lápida como recuerdo de aquel martirio. El propósito duerme aún con la añoranza de un ocaso para el Frente Popular.
 
Astros y ventiscas pusieron una huella de meses en la sepultura ilustre de Somiedo, guardada como un tesoro por los soldados españoles.
 
Cantares del río, besos pálidos de la luna, lágrimas de la nube y también muchas flores bellas y humildes, como aquella que Olga no quiso pisar con el pie ágil y herido, en el último paso de su vida.
 
A menudo un caminante hacía su ronda por el “prado del Palacio” célebre en la comarca, para rezar en el césped donde dormían las tres doncellas del yermo leonés.
 
Entonces los fervorines caían sobre el campo caliente como gotas de sol. Y aquel lugar silencioso de Asturias se hizo fecundo en milagros, orto de públicas devociones, con un clásico levante de leyenda y en su ardiente cenit un altar.
 
La cándida romería de los peregrinos iniciaba una santificación de las vírgenes inmoladas.
 
 
Entre tanto crecía el proceso de esta iniquidad y se colmaba de testimonios orales, de rotundas y abiertas declaraciones. Un desfile de personajes siniestros transita por el sumario “de las Enfermeras”, como dio en llamarse esta causa, tal vez para que la Cruz Roja nunca olvide a sus héroes.
 
Delincuentes natos, conductas patibularias, opositores a la horca, toda clase de fichas horrendas extiende su maleficio ante cada juez, que procura acertar en su difícil ministerio al servicio de Dios y de la Justicia española.
 
Y en la Catedral gótica de la Maragatería se dispone una capilla para sepulcro de las insignes astorganas. El clero, el municipio, la ciudad entera, “Muy Noble, Leal y Benemérita”, se blasonan con nuevo cuartel de gloria inmarcesible.
 
Al final se cumple un año y Astorga se viste de luto, se acendra de ternura y de emoción, para recibir en sus mármoles catedralicios a las heroicas peregrinas de Somiedo.
 
Por mandato oficial, allí donde todos son buenos amigos de las familias dolientes, se destaca un grupo comisionado a las cercanías asturianas –presididas por José Aragón- y el solemne rescate concluye su trágico dibujo perfilándose en una procesión de ataúdes blancos envueltos por la bandera española, en un paisaje de montañas y llanuras, con un toldo azul, porque ese día del mes de enero de 1938 quiso España lucir su color. Todo el manto de la Patrona parecía dispuesto a cubrir también los cándidos estuches.
 
El obispo de la Diócesis, el alto Clero, las Autoridades, la representación de todo lo constituido y vigente en la Patria nueva estuvo allí, cortejando las preciosas reliquias entre preces y bendiciones, hasta que el ancho muro de la Catedral abrió sus piedras centenarias con blanduras de nido para dar un solemne descanso a los restos venerables.
 
En aquel hondo refugio esperan el monumento religioso que les debe la gratitud de España, y al cual no puede menos de contribuir la Cruz Roja con especialísimo interés.
 
Los dos caballeros de la Falange, exponentes de la más bizarra galantería al viejo estilo español, tienen para sus despojos un camposanto en la cumbreña Asturias.
 
Aquel Marvá de Villafranca, apuesto y viril organizador de la Falange en su pueblo, que lo fue de santos y eremitas, era el hombre sin miedo y sin tacha, el de los veinticinco años prometedores, el que solía decir frente a los peligros y las aventuras: “¡Adelante, sólo se muere una vez!”.
 
Diríase que había elegido la ocasión más bizarra y hermosa para morir.
 
Como su compañero, aquel otro adalid de la bella Cruzada, esclavo del amor y del deber a la sombra augusta de José Antonio.
 
El alma de cada uno ya se empinó, gloriosamente, hasta su propio lucero.
 
CAMINO FINAL
 
Responso. Y desde el humilde tributo de estas páginas yo solicito, para las Enfermeras de Astorga, un volteo nacional de los bronces que aún se afirman en nuestros campanarios, un repique gozoso de aleluya, como cuando un niño transita, por inocente y puro, desde los brazos de su madre hasta el trono de la Virgen María.
 
Porque en este dibujo histórico, mil veces inferior a lo que merece el hecho original, no sólo se recuerda un crimen de lesa civilización, sino que se memora el triunfo de las más exaltada humanidad.
 
En esta corona de evocaciones debe seguir, al júbilo de las campanas, un silencio dulce y numeroso, durante el cual se mitigue el dolor de España y se celebre la santidad de unas mujeres muy superior al barro caduco, muy pungida del soplo divino.
 
Un silencio de éxtasis que alcance a todas las cosas en los montes, las orillas y las fronteras; que inmovilice el rocío de los prados, las alas de las aves y la melena del viento; que se hinoje en las mieses y no deje caer ni el pétalo de una rosa. Pudiera turbarse el escucho maravilloso de la Patria; de esta mística nación donde nunca produce miedo el paso de la muerte. Porque siempre se la mira con el heroísmo cristiano de la fe.
 
La preocupación de la muerte es una españolísima virtud secular, una pasión y un delirio que se nos colma de valentía en las grandes crisis del sentimiento nativo, cuando peligran la Madre y la Religión, es decir, el Cristianismo y España. Entonces se nos trasmite con más recio y agudo afán el menosprecio a la vida y el sacrificio de la muerte. Se la espera, se la busca, se la desafía.
 
Ya está aquí. Viene de vuelo porque estamos en una guerra feroz y juega un papel decisivo. Pero no a todas horas se la puede mirar de cara con arrogante precisión, en campo abierto.
 
Porque muchas veces la manejan unas criaturas viles, asesinos profesionales y a espaldas de los valientes. Así, no sólo hay una lucha desigual por lo numérica en la línea del fuego; uno contra cinco, contra ocho, contra diez, en perjuicio de la hombría cabal, sino que las brigadas del terror abundan y matan cobardemente a los mejores en las cárceles, en las checas, en las esquinas y hasta en los paseos públicos, bajo la impunidad del tormento, la hoguera y la pistola de Rusia.
 
Y aquí está la muerte; se ha hecho indígena en España, se multiplica, se reproduce, se esconde, con un poder corrosivo de espantable mueca. Que no destruye el valor de los combatientes blancos, sino que lo excita hasta un punto de sublime locura en el grito retador de “¡Viva la muerte!”.
 
Este paroxismo no es un alarde vanidoso ni una jactancia efímera, es una herencia que retiñe desde la Mística española, antes y después de Santa Teresa, de Fray Juan y Fray Luis, con profecía de misión. Y saben cumplirla aquellos que la saben oír, los que están seguros del infinito espacio donde “vive el convento y reina la paz”.
 
Por eso los creyentes españoles son invencibles en las trincheras y en la retaguardia, en las insuperables milicias de Franco y en el suplicio rojo de Stalin.
 
Estas huestes de acá señalan su coraje desde la victoria de Cristo porque “se va la vida apriesa, como sueño…” Y lo que de ella supervive es el perfume de las almas, el espíritu de la pasión que se inmola por el deber.
 
ORACIÓN
 
Olga, Octavia, Pilar. Éstas eran, Señor, tres vírgenes tuyas; éstas fueron, Dios mío, tres misioneras de España. Ya las tienes victoriosas del más cruento martirio, al reparo de tu laurel que nunca se marchita. Ya están donde pueden solazarse cantando:
 
“Inmensa hermosura
Aquí se muestra toda; y resplandece
Clarísima luz pura
Que jamás anochece;
Eterna primavera aquí florece”.
 
Porque llevaban, Señor, el ritmo caliente y celestial de tus Santos españoles acelerado en la conciencia, rehogado en las ansias del Sentimiento, caudaloso en la práctica del heroísmo.
 
Permite que su tutela nos ampare, que su resurrección nos alumbre, que su huella nos sirva de sendero.
 
Que sus capas de peregrinas, ya eternamente azules a tus pies, abriguen nuestros corazones, ateridos en el suelo español, mar de sangre y de lágrimas.
 
Porque ellas fueron, Dios mío, plantas de sublime virtud en el páramo leonés, el erial de las parábolas ascéticas, guárdalas al lado tuyo con las “inmortales rosas”,
 
“con flor que siempre nace y cuanto más se goza más renace…”
 
Foto de bienvenida a las enfermeras en El Puerto de Somiedo. De derecha a izquierda: Octavia Iglesias, Pilar Yturriaga, Pilín Gullón y Olga Monteserín.
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