Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Hace 10 años colgué esta obra de Concha Espina. El sábado serán beatificadas en Astorga

Princesas del martirio. Las mártires de la Cruz Roja (2)

por Jorge López Teulón

La edición de Concha Espina “Princesas del martirio” que aparece publicada el 15 de mayo de 1940 por Ediciones Armiño de Barcelona (del prestigioso editor Gustavo Gili) lleva preciosas ilustraciones de Rosario Velasco Belausteguigoitia.
 
Rosario Velasco Belausyeguigoitia (Madrid, 1904- Barcelona 1991). Discípula de Álvarez de Sotomayor, irrumpe en la vida artística al tomar parte en la Exposición Nacional de Bellas Artes celebrada en Barcelona en 1932, obteniendo con su obra “Adán y Eva” una de las tres segundas medallas. El éxito de la crítica se afianza al pasar la muestra al Palacio de Exposiciones del Retiro madrileño. En 1934 recibe un Primer Premio en la Exposición del Traje Nacional con “Maragatos”. Velasco fue colaboradora de la revista Vértice (San Sebastián, 1937 - Madrid 1946), conocida en su aspecto plástico por la contribución de artistas como Sáenz de Tejada (de quien se dice que retuvo alguna influencia en su primera etapa). En esta revista publicó dibujos y reprodujo algunos lienzos. Por lo que se refiere a la ilustración de libros, ilustró “Cuentos para soñar” (1928), de María Teresa León y los diseños para “Princesas del martirio” de Concha Espina (Gustavo Gili, Barcelona 1940).
 
Os ofrecemos el segundo capítulo
 
 
PRINCESAS DEL MARTIRIO
 
CAMINO SEGUNDO
 
Las garras del tigre. Se hicieron precisas las enfermeras en el hospitalillo asturiano muy cerca de las alambradas rojas. No se pudo hablar allí de su partida.
 
 
El comandante Berrocal, jefe del puesto, la Sanidad, los pacientes y hasta la reducida guarnición, reclamaron siquiera una prórroga en la asistencia de las muchachas. Y fue concedido este favor que tal vez coincidiera con un soplo de espionaje.
 
Había una tentadora presa azul en la blancura nacional del monte, el anticipo de una nieve inmaculada, una limpidez de sentimientos y de ideales que aquella noche se tiño con la rojez sangrienta de todas las infamias.
 
Veintisiete de octubre. Casi todo el mes del Rosario había desgranado sus cuentas.
 
Noche benigna del otoño. Encendidos los candiles del cielo en una calma deliciosa, dormidas las veredas solitarias.
 
Y de improviso, un zarpazo del tigre comunista, una faena de robo y de exterminio, precisamente sobre el intrépido cuartel de la misericordia. El clásico “golpe de mano”, semejante al de los ladrones de profesión, tuvo lugar de un modo fulminante en el sagrado templo de la Cruz Roja.
 
Pocos números de aquella piadosa milicia lograron salvarse. Y muy pocos lo intentaron. Los jefes, el médico y el sacerdote, aunque seguros de su impotencia, trataron de defender a las más delicadas víctimas de aquel propósito aborrecible: los heridos y las mujeres. Acaso esperaban compasión para ellos, con esa hidalguía natural del que es “hijo de algo”, miembro de las alcurnias del alma, brote de una creencia y de una virtud que decoran al soldado lo mismo que al general, dentro del ejército católico.
 
Pero los asaltantes eran “hijos de nada”, producto del anarquismo y la disolución de Europa, mortífero veneno de la sociedad.
 
Y los heridos de Somiedo fueron rematados ferozmente en sus camas, secuestradas las enfermeras con los designios más odiosos, prisionera la débil guarnición.
 
Pronto queda el endeble refugio hecho una criba de balazos. Desde las eminencias colindantes, casi encima del edificio, se hizo fuego de ametralladora y de fusil a la confiada avanzadilla que se creyó segura al cobijo de una enseña venerable.
 
Granadas de mano, bombas explosivas, una lluvia de explosivos sacude las tejas y los adobes de las Comandancia y el Hospitalillo que arde y se derrumba bajo el desmesurado ataque, estrépito y derroche excesivos para tan ruin hazaña.
 
Momentos antes de caer en la garra diabólica de los malhechores aún pueden las enfermeras atender a sus amigos dolientes. Les animan, les exhortan a esperar en Dios. Y hasta se despiden de ellos para otra vida interminable y feliz.
 
Olga está herida en una caja por el roce de una bala. Su vestido blanco se tiñe de sangre. Y simula los dos colores de la bandera piadosa hecha añicos en la cumbre de la casa.
 
Como un símbolo suyo la joven se mueve también en el viento de aquel bárbaro temporal, sin arriar su espíritu sereno y alegre.
 
-Cuídese, usted, que está herida –le ruega un triste agradecido, convulso de terror.
 
-¿Por qué no huyen?
 
-¿Y abandonaros? -pregunta ella.
 
-¡Nunca!
 
Les invitaron a las tres mujeres con una posible evasión.
 
-Expuesta y difícil -les habían dicho- pero con algunas probabilidades si os decidís. Todavía es tiempo.
 
Contestaron que no, juntas en una sola negativa, penetradas de una misma caridad, radiantes con la santa locura del sacrificio.
 
No querían desertar de su guardia de honor, al borde tenebroso de unos lechos alcanzados por el último infortunio.
 
-Cúrese usted, señorita Olga, está usted herida -insistía el pobre soldado, transido de fiebre y de alucinaciones, en el derrumbe total de la casa.
 
Y la damita sonríe, animando al moribundo:
 
-¿Curarme? ¿Para qué? Ya es inútil; no hay tiempo. Vamos a morir y en seguida a resucitar entre los mártires del Señor. Nos separaremos apenas unos instantes para reunirnos eternamente.
 
Su ingenua sencillez sin duda no preveía todo el profundo abismo de aquel martirio esperado con tan espléndida generosidad.
 
Octavia sí; pero sobrepone a su temor una sonrisa valiente como la de Talín, que se cruza con otra de Pilar, igualmente comprensiva y resoluta.
 
Y así como las tres acordaron un día: “-Debemos ir al hospitalillo de Somiedo”, ahora deciden:
 
-Nos debemos quedar.
 
Dos falangistas de la guarnición, José Fernández Marvá y Salvador González, declaran imbuidos por el ejemplo:
 
-Nosotros también.
 
Obedecen a su propia conciencia dentro del estilo religioso y viril de la Falange azul, seguros de perecer entre los escombros del edificio, luego de asistir, pávidamente, al asesinato de los heridos.
 
En la estéril defensa sobreviene la amanecida del veintiocho, que sólo alumbra allí unos cadáveres, unos prisioneros y dos banderas hechas jirones.
 
Porque la de España había tremolado como un recio pregón de la Cruz Roja en la brusca desigualdad de los combates.
 
De un lado hombres caídos, inermes, tal vez agonizantes; un manojo de soldados que suponen guarnecer el sagrado recinto de la clemencia; tres mujeres abnegadas seguras también de cumplir un alto ministerio.
 
Del otro lado un vendaval de odios, atizado por la cobardía, un alarde satánico de fuerzas contra todo lo humano y lo civil.
 
Corazones y banderas. Amanecida del veintiocho. El comandante del puesto destruido no puede andar su calvario en la aspereza del monte, porque ya está medio muerto a coces y mordiscos de las fieras. Y le conducen en una cabalgadura para concluir de asesinarle donde sea más divertida la ejecución.
 
Detrás de él serán quemados vivos el médico Luis Viñuela y el sacerdote.
 
Para el grupo de los soldados, en el cual abundan los falangistas, se prefiere las ametralladoras.
 
Sin vencer todavía la primera jornada de aquel tormento salvaje, fue preciso conceder una tregua a la caminata. Porque algunos sentenciados no podían andar, maltratados por el sádico frenesí de los rojos.
 
Y se hizo un alto con ellos en un caserío, aposentados como bestias dentro de un corral, el de “Maximina y Virginia”, cierre sin techo que guardaba en aquel instante una viejuca.
 
Formaban parte del grupo infeliz las tres enfermeras, reservadas para más refinadas injurias; y los trágicos peregrinos tenían sed.
 
Entonces Octavia Iglesias pidió a la vieja “un poco de agua por el amor de Dios” para sus desfallecidos compañeros, con tal acento de piedad que le fue concedido el ansiado licor. Iba la joven repartiendo su fresca limosna a los maltrechos cautivos, recordándoles, acaso, a la bella mujer de Samaria que diera de beber a Jesús.
 
Es verdad que se reprodujo allí la sublime parábola religiosa en estos mismos labios sedientos, que por la sequedad humana, pungida de sacrificio y de congoja, merecerían evocar la imagen del divino Señor humanizado.
 
Penúltima Estación en uno de los Viacrucis innumerables de España. De la España de Cristo.
 
Ya se despiden las muchachas de sus hermanos. ¡Con qué oscura pesadumbre! Y también con la certeza de aliviar muy pronto el rudo peso material y adquirir la ingrávida ligereza del espíritu libre y triunfante.
 
Al romper allí la cadena de los presos, se aparta con las mujeres a los dos falangistas que se habían constituido en defensores de ellas durante la toma inicua del hospital.
 
-“Éstos” con “éstas” -dijo con desdén el mandarín que se llamaba nada menos que “capitán Sánchez”, precisamente como aquél célebre asesino que hace años escandalizó desde Madrid a medio mundo.
 
Pero las cinco víctimas de excepción no estaban solas.
 
En torno suyo se había formado un cortejo de furias, un bronco sartal de milicianas vestidas de mono, arisco el pelo y el semblante, agresivas las voces salpicadas de blasfemias y de insultos.
 
Con ellas bajaron del Puerto algunos hombres de la hueste que presidía el “capitán Sánchez”. Llevaban como botín de su mezquina victoria varias prendas mujeriles: un abrigo largo, una chaqueta de cuero, un estuche de tocador y un bolso elegante.
 
Se lo repartieron a las milicianas entre burlas y denuestos. Y todos juntos cambiaron opiniones a gritos sobre la terrorífica suerte que esperaba a los prisioneros.
 
Los cuales callaban abstraídos, mudos bajo el temblor inevitable de sus corazones, mirándose unos a otros en una sorda confidencia de valentía y ansiedad.
 
Olguita Monteserín, que apenas pudo restañar la sangre de su frente, mostraba el rostro palidísimo, extenuada por el cansancio igual que sus amigas.
 
Ya quería declinar el sol, muy velado en las nubes, latente y misterioso en el menisco celeste como esas venas de “poca luz” que se nos ocultan debajo de la piel aunque nos rieguen de vida saludable.
 
Y de pronto encima de una cumbre, con un zumbido lejano, aparecióse un ave gallardísima: un avión nacional.
 
Fuerte batir de los corazones leales a la soberanía española. Emoción suprema en los condenados a muerte, ya en pie hacia un Gólgota desconocido.
 
En el cielo melancólico de octubre el bravo azor de España dibuja con sus alas abiertas la forma de una Cruz. Parecía una bendición.
 
Los peregrinos de la desventura se santiguaron interiormente. Y la milicia roja alzó el puño con un juramento.
 
Había que acelerar las ejecuciones. El pájaro azul, flameante con una bandera, les pareció de mal agüero.
 
Penígera y sutil, remota como las golondrinas en ruta de emigración, la nave de Franco se agranda súbitamente al descender.
 
Planea, registra el paisaje, hace oír el trueno marcial de su voz. Y los criminales encogidos de pánico le apuntan con los fusiles. Aquel aparato no es un arma de bombardeo, sino un espía.
 
-¡Un canalla del aire! -rugen los bandidos locos de furor, en tanto que los prisioneros descubren con inefable sentimiento de orgullo los colores de su España. El alma suya que acude a darles una cita gloriosa.
 
Crece el odio de los verdugos con las amenazas más siniestras y los improperios más escandalosos. Entre gratuitas ofensas agotan las milicianas todo su vocabulario soez, y deciden matar por su propia mano a las cautivas.
 
Antes de verlas supieron con rencores y envidia que eran mozas, guapas y elegantes. Los tigres de la columna habían dicho perversamente:
 
-¡Vaya chicas! Son de primera…
 
Se habló con cinismo de un reparto y hubo frases que trascendían al sacrilegio habitual en seres tan inferiores.
 
Ya el pájaro maravilloso sube en el quieto espacio. Deja de parecerse a un neblí para convertirse en paloma. Apaga su acento; y se apura su imagen en los hilos de la supina claridad.
 
Los rojos temen haber sido descubiertos por él. Imaginan que le habrá sido posible una filiación de sus cataduras y hasta de su crueldad. Y que pueden saberse los episodios de aquella sabrosa matanza. Al punto envían un enlace con órdenes urgentes para los que llevaron distinta dirección. No tarda en oírse el retumbo de las ametralladoras y en levantarse una columna de humo que tal vez correspondiera al martirio del joven médico, un mozo de veinticuatro años muy cabal y arrogante, cuyas cenizas fueron tiradas en el próximo río.
 
Como si la santidad del agua y de la espuma no sirviera también de piadoso regazo al polvo de los hombres. Mejor todavía al de los ángeles.
 
Y tal que un serafín debió ascender al cielo el alma de quien pudo inmolarse por su Patria y por su Dios.
 
 
Niebla en el monte. Sigue la caravana su extraño rumbo por ambages distanciados del camino real. No le conviene la senda frecuentada.
 
La escolta de arpías madrugadoras que bajaron del Puerto en coche esta mañana, ha tenido que resignarse al tortuoso veril, si no renuncian al sádico placer de los victimarios.
 
Por su parte los “dirigentes” están cohibidos, recelosos, y hasta en el desierto andurrial pisan desconfiados.
 
Se les figura que la visita solitaria del avión aquel era una bandera de combate.
 
Estuvo el hospital defendido por dos avanzadas con posición en Pido del Diente la una y en Peña Cuérrabros la otra; que habrían pedido auxilio.
 
Y como los “rebeldes” franquistas eran capaces de todo, a lo mejor se presentaban allí por tierra, por el viento, y les arrebataban la presa.
 
Hay discusiones y las tarascas intervienen persuadiendo al mandamás de que “las chicas” deben hacer noche en Pola de Somiedo y prolongarles así el suplicio hasta el día siguiente.
 
Faltan aún dos kilómetros para llegar a la checa de Pola y se anduvieron otros nueve desde los escombros del benemérito hospitalillo.
 
Anochece. Sopla un gris otoñal penetrante y húmedo.
 
-Las señoritas sienten frío -ríe sarcásticamente una golfa que se divierte mucho con las demás jaleando el sorteo de las capas azules, uniforme de la Cruz Roja, también sustraído a las enfermeras.
 
Sobre cuyos abrigos se han echado suertes como sobre la túnica sacrosanta de Jesús Redentor.
 
Es cierto que las víctimas tiemblan al roce de la ráfaga nocturna que en su carne es hielo mortal.
 
Las brujas del cotarro aprietan sus denuestos al suponer que los dogales crueles oprimen con mayor tortura a las martirizadas.
 
Lola Sierra, Evangelina Arienza -nada menos que Secretaria del Comité Femenino- y Emilia Gómez, un monstruo infernal de veinte años, son las desgraciadas que presiden el cortejo de los verdugos, influyen en él y le estimulan a todas las bajezas animales.
 
Se distingue también en la persecución una pobre bestia que no llama nada más que Milagros, y se dice viuda reciente de un tal “Menazas”, caído en el ataque a la Cruz Roja del Puerto; mil hombres contra el sagrario de heridos que apenas guarnecían unos pocos militares.
 
Milagros pregunta quién mató al “Menazas” y exige del capitán Sánchez que le permita vengarle por su propia mano. Se trata al parecer de un cabecilla tan importante como otro de remoquete “el Patas”, famoso por sus crímenes; cuyo distinguido renombre zumba sobre la comitiva sanguinaria en ausencia del personaje.
 
-A ver -le interroga el capitán.
 
-¿A quién escoges ahora para hacerte justicia? Dilo.
 
Ella, desdeñosa con el botín humano que le ofrecen, responde:
 
-“Esos” no valen nada. Quiero matar a su comandante.
 
-Pues va por otro camino, si es que todavía vive. Corre a ver si le alcanzas y llegas a tiempo de rematarle.
 
-¡Quía! -comenta una voz- iba hace rato en agonía.
 
-Y se han oído descargas de ametralladora y de fusil -asevera un segundo espectador.
 
La Milagros, que había llegado un poco tarde a la fiesta campestre de aquel anochecer rojo, sale a toda prisa con algunos compinches por el rumbo de los tiros y de los ecos; lleva la pistola en la mano.
 
Y se pierde en la niebla del monte mientras el grueso de los asesinos se nubla, también, entre la sombra anochecida de los matorrales.
 
La crónica oficial de este episodio admite la creencia de que la hembra del “Menazas”, a fuerza de correr, llegó a tiempo de esgrimir su parabellum contra el último suspiro de un comandante español.
 
Noche cerrada cuando la conducción de los cautivos llegó a Pola de Somiedo.
 
Aquí mismo, al pie de checa, se les impone a los condenados otra despedida.
 
Las tres muchachas deben subir a la habitación que ocuparon unos enlaces prisioneros, conducidos Dios sabe a dónde, y los mozos falangistas desaparecerán llevados a otra prisión.
 
Antes se cruzan las miradas de las víctimas con la desgarradora intensidad de los supremos adioses. En el portalón oscuro de los que fue Comisaría, teatro de infamias al presente, los ojos abrasados de pesadumbre se miran hasta el alma de cada uno, aguda en el fondo de la naturaleza, vigilante al filo de la muerte.
 
Las damitas sonríen con animosa dulzura tirando del profundo valor que los creyentes atesoran. Y los muchachos corresponden a la sonrisa con un gesto expresivo y silencioso.
 
“¿Hasta cuándo?” -piensan en el secreto de las inmolaciones. Sienten que la cita es muy lejana, cosa de ultramundo, tregua para el encuentro definitivo en el trono del Señor.
 
-¡Vamos arriba! -disponen los bolcheviques empujando brutalmente a las enfermeras.
 
Y los dos prisioneros marchan hacia un calabozo desconocido, aterrados por la suerte que aguarda a sus compañeras, esclavos de la noble amistad que los ideales y la misericordia habían cultivado en el hospitalillo. Y que el infortunio acrisolaba religiosamente.
 
-“¿Qué será de ellas?” -van diciéndose con la más punzante amargura.
 
Oyen las libertarias discutir con los milicianos a cuenta de las señoritas, y resolver que pese encima de ellas todo el espanto de una noche, antes del terminante sacrificio…
 
En el proceso judicial, largo y sinuoso, que dio margen este crimen, figura como testigo indirecto una carreta de bueyes, que en plena oscuridad nocturna levantó en torno a las encarceladas su estridente chirrido, para que no se percibiesen en la aldea otros lamentos de alguna voz humana y delatora.
 
Así lo dice un testimonio de la acusación desde la lobreguez de aquella noche, niebla y suplicio, pavorosa vigilia de unas criaturas destinadas a la santificación.
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