Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Hace 10 años colgué esta obra de Concha Espina. El sábado serán beatificadas en Astorga

Princesas del martirio. Las mártires de la Cruz Roja (1)

por Jorge López Teulón

Tengo en mis manos el ejemplar numerado 140 de la obra de Concha Espina Princesas del martirio. La obra apareció publicada el 15 de mayo de 1940 (Ediciones Armiño de Barcelona) y fue definida como “exquisita y breve edición numerada de la que únicamente se hicieron 575 ejemplares, característica que la convertía en excesivamente selectiva”. Al año siguiente la publica la Editorial Afrodisio Aguado de Madrid y en palabras de la propia autora se trataba de que fuera “asequible al público lector… y de modesta envoltura", es decir, un libro divulgativo, que pudiese atraer y llegar a muchos lectores. Y, eso es lo que pretendo, que una obra cuasi desconocida de esta autora sea un poco más conocida.
 
CONCHA ESPINA
 
Pero empecemos por el principio, ya que algunos creerán que estamos hablando de la estación de la línea 9 del Metro de Madrid o del nº 1 de la Avenida Concha Espina donde se encuentra el mítico estadio Santiago Bernabeu. Y es importante recordar que María de la Concepción Jesusa Basilisa Espina, más conocida como Concha Espina (Santander, 14 de mayo de 1869 - Madrid, 19 de mayo de 1955), fue una de las mentes más preclaras de la literatura española de la primera mitad del siglo XX. Escritora española que fue candidata durante tres años consecutivos (1926, 1927 y 1928) al Premio Nobel de Literatura. En 1938 empezó a perder la vista y aunque fue operada, en 1940 quedó completamente ciega. Curiosamente ese fue el año en que publica “Princesas del martirio”.
 
Las Enfermeras de Somiedo, beatas mártires
 
La obra de Concha Espina narra el martirio de tres enfermeras de la Cruz Roja, las Siervas de Dios Pilar Gullón Yturriaga (Madrid, 29 de mayo de 1911), Octavia Iglesias Blanco (Astorga, 30 de noviembre de 1894) y Olga Pérez-Monteserín Núñez (París, 16 de marzo de 1913). Militantes de Acción Católica y de la asociación parroquial de Hijas de María de Astorga, y que colaboraban en distintas actividades pastorales y en obras de finalidad apostólica y social.
 
 
Las enfermeras voluntarias de la Cruz Roja rotaban cada quince días, y ellas tuvieron la posibilidad de regresar a Astorga y turnarse con otras jóvenes para cuidar a los heridos de la guerra civil en el Hospital de Sangre de Pola de Somiedo, pero pidieron quedarse también en el segundo turno. Fue cuando atacaron los milicianos republicanos. Las llevaron esposadas y atadas al pueblo. El jefe de la expedición, apodado El Patas, les ofreció dejarlas libres y volver a Astorga si renegaban de su fe y se sumaban a su partido. Al negarse ellas, las encerraron en una casa de Pola, que existe todavía, y El Patas les dijo a los milicianos que hicieran con ellas lo que quisieran durante la noche. Éstos las violaron y su jefe incluso hizo circular por el pueblo un carro de bueyes para que el chirrido de sus ejes hiciera más difícil oír los gritos de las tres enfermeras. Al día siguiente, el 28 de octubre de 1936, al mediodía, las fusilaron desnudas.
 
Aunque Octavia tenía 43 años, Pilar y Olga tenían 25 y 23 años respectivamente. Luego su testimonio es validísimo para nuestros jóvenes. Sus cuerpos reposan en la Catedral de Astorga (en la foto, su sepulcro).
 
 
El proceso de canonización de las Siervas de Dios se cerró en la diócesis de Astorga en marzo de 2007. Dos años antes se había constituido una Fundación (creada por Manuel Gullón y sus hermanos, familiares directos de Pilar y Octavia) con el fin de profundizar en este proceso. El próximo sábado, 29 de mayo, serán beatificadas en la Catedral de Astorga.
 
Así comienza la obra de Concha Espina
 
PRINCESAS DEL MARTIRIO
 
CAMINO PRIMERO
 
Rosas de pasión. En este ramaje tremendo y borrascoso de la guerra, abundan por el lado sombrío todos los desmanes y baldones, hasta el punto de no saber cuál nos produce más espanto y más nos colma de vergüenza y de lástima.
 
Diríase que en aquel infierno de bolcheviques y masones se busca un tenebroso contraste a las luces cristianas de nuestra España única, donde se transfloran las claridades de una civilización occidental; con el beneplácito de Spengler, que en sus “Años decisivos” nos concede cuanto en su obra anterior omitiera y negara a nuestro país, para darnos en este último libro una insigne categoría en Europa, como reserva humana excepcional.
 
Pero en esa diabólica robustez de lujurias criminales que tan dolorosamente necesitamos percibir, hay un triple delito, de tan aguda ferocidad, que tal vez no existe otro semejante en el diario negro de la comuna.
 
Voy a memorarle con atribulada memoria, entristecida por el hecho de que hoy me sirven las palabras menos que nunca, débiles por la anquilosis de un servicio forzoso y brutal.
 
Tanta veces, en estos años de lucha por la honra y por la vida, tenemos que acudir al vocabulario grueso de los calificativos y los anatemas.
 
Frente al destino. Estas eran, Dios mío, tres mujeres de tu santa Fe. Estas fueron, Señor, tres vírgenes tuyas.
 
Habían florecido en el regazo austero de Maragatería, tierra matriarcal de acendradas raíces españolas, solar de insuperables reciedumbres femeninas.
 
Octavia, Pilar y Olga. Esta última la más joven, apenas dieciocho años, nació por casualidad en París, donde su padre, laureado artista, ha vivido con alguna frecuencia.
 
Las hondísimas raíces del país leonés, extraño y sagrativo, han impreso carácter indeleble en su pueblo, en las mujeres de un modo singular.
 
Pasan las generaciones enhebrando siglos, se remozan las costumbres, cambia el semblante de la sociedad, y el fondo de las almas queda intacto en Maragatería.
 
Allí encontraremos siempre una casta de espíritus originarios, llenos de altivez y abnegación; una suerte de madres, de esposas y de prometidas dueñas de una inmensa capacidad de ternura, tan enamoradas de su íntima pasión que gozan repartiéndola sobre cuantos por sufrir necesitan un sorbo de aquel agua lustral convertida en misericordia.
 
Así las tres muchachas de esta verdad mía, que parece una leyenda de martirologio.
 
El nombre romano de Octavia, el aragonés españolísimo de Pilar, el de Olga, un tanto exótico, tal vez inconsciente devaneo de modas ultranacionales. Tres nombres de distinta procedencia pero de la misma cuna española; tres cuerdas musicales que responden a un solo ritmo castellano y al más puro abolengo racial.
 
Tres mujeres que se unen del brazo para vencer con valentía indomable su profesión de enfermeras voluntarias donde sea más necesario y urgente aquel servicio piadoso.
 
Si existe peligro en él, no importa. Mejor; así sabrá el mundo cómo trabaja y sufren en la guerra por Dios las jóvenes de España.
 
-Hay un hospital en el Puerto de Somiedo, ¿lo sabéis? -dice Olga con ambición de alas y rumbos, pródiga de caridades encendidamente.
 
Su manera de hablar es siempre cálida, luminosa, como si la luz de los ojos se le prendiera en los labios para alumbrarle las palabras.
 
Las otras muchachas contestan a su vez:
 
-Debemos ir.
 
Alguien que les escucha, alega:
 
-Ese puerto asturiano es el primero que se obstruye con la nieve.
 
-Pero todavía están lejos los temporales, -contesta Pilar.
 
-Según. A veces son muy precoces.
 
-¿En octubre?...
 
-Pudiera suceder.
 
Diríase que el intruso amigo tenía el propósito de subrayar las secretas amenazas de unos temporales fatídicos, tal vez de plomo antes que de nieve, dos elementos con agitaciones de muerte para las tres enfermeras de Astorga.
 
Ellas sonríen ávidas del vuelo, impacientes por servir a sus hermanos caídos, anhelantes de padecer con la Patria dolorida.
 
Parece Olga la más apresurada en la incitación al viaje.
 
Siempre había sido muy volandera. Y cuando era más niña, su madre la llamaba a menudo Talín, como se nombra en mi tierra de la Montaña al fino y ligero canario silvestre, cuyo nombre armonioso me ha servido muy bien para una de mis protagonistas literarias.
 
Como aquella chiquilla de mi novela, Olga Monteserín conocía el salto, el movimiento y la canción, identificados con su naturaleza material y también con la generosa inquietud de su espíritu, que ansiaba el difícil tramonto lleno de peligros y de valentías.
 
Octavia y Pilar, acaso más conscientes de los albures que pretendían correr, alentaban no obstante los impulsos andariegos de Talín que tenían para ellas algo de evangélico. Como si la propia Divinidad comunicara a la enfermerita más joven la inspiración de aquellos solemnes peregrinajes. Y repetían, con Olga:
 
-Debemos ir.
 
Esta promesa triple y ardiente parecía cundir desde muy lejos por el dorso de la llanura maragata, con un bravo empuje de heroicidad y de amor.
 
Tres almas y un horizonte. San Pedro de Somiedo, una collación montaraz en el límite de dos provincias, trágico frente de guerra que divide a dos marcas españolas: la de León, lleva de la fe en Cristo; la otra de Asturias, envenenada por los enemigos de Dios, enemigos también de la humanidad.
 
En el fondo solitario de aquellas montañas, la Comandancia Militar y el Hospitalillo de los fieles nacionales bajo la bandera de nuestra Cruz Roja, al abrigo de ese profano color, nunca más redimido que cuando nos extiende los brazos en el nombre todopoderoso de Jesús, y el tinte de la Cruz nos recuerda: Esta es mi sangre.
 
Octavia, Olga y Pilar, enfermeras arrestadas al recaudo luminoso del benéfico grimpolín, habían llegado muy alegres a esta avanzadilla de sus montes, y sembraban allí consuelos, esperanzas y hasta risas.
 
La casucha donde se habilitó el hospital, con tabiques de madera y pocas comodidades, se alumbra con las voces femeninas, se conforta y se rejuvenece mediante la cuidadosa asistencia de las muchachas.
 
Ellas, que están unidas entre sí por el lazo indisoluble de las creencias y de las devociones, son, no obstante, muy diferentes por el temperamento y el carácter.
 
Desde un solo camino celeste se bifurcan sus vidas, como un trivio de senderos que se divide en las alturas de una patria, para volver a encontrarse en un mismo horizonte. Y quedar allí con un sentido de continuidad en la inalterable luz de los cielos.
 
Es Octavia Iglesias por excelencia bondadosa, con un tesoro inagotable de dulzura. Hay un halo de santidad en su noble expresión; en su rostro suave y tranquilo arde una lumbre de lámpara siempre encendida. Es un espíritu vigilante en el cual se aposenta la gracia del Señor. Hija única, ha servido de ejemplar amiga y confidente a una madre ejemplar, y ahora tiene algo de madrecita junto a sus compañeras, en aquel rudo paraje de socorro, entre hombre heridos y asperezas cotidianas.
 
Pilar Gullón, sobrina nieta del relevante leonés que tantas veces fuera un buen ministro de la Corona, es una bellísima criatura, de cara perfecta y delicado hechizo. Si es verdad que algunas mujeres atesoran la huella de los ángeles, Pilar reúne en sus facciones el privilegio angelical; y toda ella se mueve dentro del soplo seráfico, con una beatitud indecible.
 
Mientras Olga Monteserín, dinámica y refulgente como una estrella, personifica en su encanto los preciosos matices de muchos valores distintos. Por sus armoniosas líneas es la escultura viva, la obra humana de maravilla y selección. A veces su actividad recuerda el lujo de las aves en el viento y su voz también el canto de esos admirable seres, alados como los querubines, únicos por su excelsitud en el orbe terrenal.
 
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