Jueves, 26 de diciembre de 2024

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Del celibato en San Pablo

por Luis Antequera


            Aquí estamos de nuevo con el tercer capítulo de nuestra serie sobre el celibato, ahora en la concepción que sobre él cabe extraer de la obra literaria del que fue el primer autor del cristianismo, San Pablo.
 
            Pues bien, si al analizar los textos del Antiguo Testamento fue preciso reconocer que había pocos argumentos a los que asirse para poder justificar la opción del celibato entre los sacerdotes (judíos, bien entendido), al realizar el mismo trabajo con los textos paulinos, debemos reconocer que el pronunciamiento de su autor hacia la opción del celibato es sumamente clara. Y ello en un momento en el que, conviene recordarlo, no sólo es que el celibato no esté aún institucionalizado en el cristianismo, es que ni siquiera lo está el sacerdocio tal como lo conocemos hoy día. Dice San Pablo:
 
            “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de agradar a su mujer; está por lo tanto dividido” (1Co. 7, 33-34).
 
            Pablo incluso anima a los cristianos a la opción del celibato, sobre la que reconoce que es la suya:
 
            “No obstante, digo a los célibes y a las viudas: bien les está quedarse como yo” (1Co. 7, 8).
 
            Y todo ello, aún a pesar de que en los textos paulinos casi es más fácil encontrar argumentos en contra del celibato de los sacerdotes (o de lo que entonces existe más parecido a un sacerdote según lo entendemos hoy), que a favor.
 
            “Si alguno aspira al cargo de epíscopo [=obispo], desea una noble función. Es pues necesario que el epíscopo sea irreprensible, casado una sola vez” (1Tm. 1-2, muy parecido en Ti. 1, 6).
 
            Es decir, que a pesar de que Pablo opta para sí mismo por el celibato, a la hora de hablar de lo más parecido que en su época existe al sacerdocio que son los epíscopos, no sólo no les pide el celibato, es que se conforma con que estén casados una única vez, esto es, que no sean polígamos. Y es que en la época de Jesús y de Pablo entre los judíos, y consecuentemente entre los primeros cristianos como deducimos de la Carta a Timoteo, aunque no frecuente, la poligamia es una realidad con la que se convive.
 
            Volviendo al tema inicial del celibato, sobradamente conocido es que el mayor de los apóstoles, Pedro, era casado, pues uno de los primeros milagros de Jesús consistió justamente en curar a su suegra (cfr. Lc. 4, 38-39). La generalidad de los apóstoles debía de serlo, a juzgar por las palabras de San Pablo cuando después de defender su opción por el celibato, tiene que justificar el hecho de que le acompañen mujeres:
 
            “¿Por ventura [...] no tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer cristiana como los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas?” (1Co. 9, 5).
 
 
 
 
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