Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo (Jn 11,27).
A lo largo de la celebración eucarística, varios son los momentos en que se muestra a los fieles el cuerpo de Cristo para la confesión del misterio y su adoración: inmediatamente después de la consagración se invita a la aclamación; tras la fracción del pan, a confesar, con el amén, que es el Cordero de Dios; e individualmente a cada comulgante se le muestra e invita a confesar que es el Cuerpo de Cristo lo que ve y va a recibir.
Y se muestra precisamente para fijar los sentidos en Él, para mirarlo, no para bajar la cabeza. Lo primero es que, gracias a la fe, lo que sentientemente cobra en cada creyente actualidad, presencia, no es la simple apariencia de pan, sino que esas notas sentientemente percibidas con apariencia de pan son de otra realidad, del cuerpo de Cristo. Lo primero es que ante mí está un Tú.
¿Y quién es ese Tú? La antífona nos da, para nuestra confesión de fe, las palabras de Marta. Palabras para decir que es Tú, que es alguien, que es el Hijo de Dios, es el Señor, por tanto, Dios; que es el anunciado por los profetas y que había de venir al mundo, es el Mesías. En Él, se revela la intimidad divina y su plan de salvación, en la realización de ésta.
El misterio pascual, cuyo memorial celebramos, es misterio de revelación, salvación yrecapitulación. Al decir amén al ministro de la comunión, confesamos que en Cristo Dios se nos da a conocer, nos libera de la atadura del pecado y nos devuelve a la comunión de vida divina para la que habíamos sido creados.
[El comentario a la otra antífona de comunión lo encontráis AQUÍ]