Fray Daniele
FRAY DANIELE
Tumbado sobre la fría superficie de la cama a la que había sido trasladado después de la operación, el fraile yacía inerte. Ante la persistente evidencia de la línea continua que mostraba el encefalograma, hacía varios minutos que había sido dado por muerto.
Desde el teléfono de la planta baja, el médico a cargo de la intervención marcó un prefijo de provincias y, a continuación, el número que llevaba anotado en un pequeño y arrugado papel. En su voz vibraba un acento de indignación al comunicar el triste desenlace a su interlocutor. Al parecer, éste se habría empeñado en que el fraile fuese operado de su dolencia, contra el consejo del propio galeno.
Separado de la clínica romana por varios cientos de kilómetros, al otro lado del hilo el padre Pío titubeaba. Simplemente, no podía creerlo.
El poder de la oración
De vuelta en su celda, el padre Pío rezaba sin consuelo ¿Cómo era posible que fray Daniele hubiera muerto? ¿Acaso no había sido en oración que se le trasmitiera con toda claridad la conveniencia de la operación? San Pío no hacía más que darle vueltas, angustiado por lo inevitable del fallecimiento de su querido amigo. Mas pensando que nada hay imposible para Dios, se decidió por lo improbable para el hombre.
-Madre –rogó sollozando-, Madre… ¿no podríamos hacer algo? –y María movía silenciosa la cabeza de derecha a izquierda.
- Madre…por mis llagas y mis dolores, por mis estigmas…-María seguía negando, cariñosa pero firme en la expresión.
El padre Pío sintió que la ansiedad de la responsabilidad le asfixiaba, hasta que un rayo de esperanza cruzó por su cabeza.
- ¡No por mis llagas, Madre, no por mis sufrimientos…por los tuyos, Madre, por los tuyos! –y casi se traicionó expresando un júbilo quizá algo impropio.
Pero María sonrió. Y el padre Pío la vio agitar amorosamente el óvalo de su rostro de arriba abajo.
Resurrección
Sobre las frías sábanas, fray Daniele había regresado sorprendentemente a la vida, apartando la mortaja hospitalaria con una cierta brusquedad. Algunos miembros del personal de la clínica presentes salieron en busca de sus compañeros, y hasta hubo quien tomó al resucitado capuchino por un espíritu.
Pero él, con toda naturalidad, se sentó en una butaca y, de pronto, comunicó a los presentes que el médico estaba llegando al hospital. Como quiera que eran apenas las siete de la mañana y faltaban más de dos horas para que se iniciase la jornada laboral, los acompañantes prefirieron pensar que, inevitablemente, lo extremo de la experiencia vivida le estaba afectando.
Sin embargo, pese al escepticismo que adivinaba en sus rostros, continuaba:
-Ahora mismo está cerrando la puerta del ascensor. El doctor está preocupado…en un par de segundos, abrirá esa puerta…-y ese fue, en efecto, el tiempo que tardó en cruzar el umbral de la habitación.
Quienes se encontraban en la estancia no salían de su asombro. El médico farfulló que algo le había sucedido esa noche, y que eso era lo que le había impulsado a regresar al hospital tan de mañana…”sí, ahora creo en Dios y en la Santa Iglesia…y en el padre Pío”, añadió por toda explicación.
Más adelante, el fraile relataría a su sobrino, el notable capuchino Remigio Fiore, la vivencia sufrida mientras permaneció muerto.
Un paseo por el purgatorio
Aconsejado por el padre Pío -al que quería y admiraba, y en cuyo convento había echado raíces-, fray Daniele se puso en manos de la medicina para operarse de una dolencia muy grave, pese a las recomendaciones en contrario de los doctores que le trataron.
Muerto en la mesa de operaciones, fray Daniele tuvo que enfrentar un juicio en el que fue evaluado por un amoroso Dios, ante cuyo Trono compareció. Su pecado había consistido en retener unas pocas monedas que sisaba con cada encargo realizado fuera del convento. La consecuencia llegó en forma de tres horas de purgatorio ¡Tres horas! El fraile estaba de enhorabuena. O eso creía.
Porque después de haber vislumbrado apenas un mero algo de la magnificencia de Dios, cada segundo de purgatorio se convirtió en una verdadera tortura. Dos cosas le acometían con particular agudeza: una, la propia privación de Dios; otra, el conocer los planes de Dios para su vida y el no haber correspondido como debía. Era esta segunda la mayor entre las penas, con ser mucha la primera.
Fray Daniele rogó en oración a Dios que le dejase volver para remediar los errores cometidos. De pronto vio a su amigo Pío, al que suplicó pidiera a Dios, por sus dolores y estigmas, que le concediese la oportunidad que pedía. Y, súbitamente, invocó a la Madre que, en forma de Virgen de las Gracias, rogó al Padre que permitiera al fraile concluir su purgatorio en la tierra.
Concedida tal merced, fray Daniele regresó para pasar más de cuarenta largos años padeciendo todo tipo de sufrimientos, que él tomaba a trueque de una eternidad junto a Dios. Quienes le conocieron dan fe de la alegría con la que siempre vivió sus enfermedades, que se sucedían de modo ininterrumpido, sumándose unas a otras. Pero a Fray Daniele, todo le parecía poco, replicando al dolor con oración, de modo que terminó por hacer de su vida una plegaria.
Cuando murió, el 6 de julio de 1994, se rezó un rosario en sufragio por su alma en la misma enfermería del convento de los Hermanos Capuchinos de san Giovanni Rotondo. Varios de entre los orantes juraron haber visto los labios del fraile contestar las letanías. A nadie le extrañó demasiado.
Fernando Paz
(Publicado en Alba)
Comentarios