¿Cómo acercarnos a comulgar? ¿Cómo poder hacerlo? Dios se me da entero, ¿pero hasta qué punto lo recibo? La gracia nos capacita para lo divino, pero así como en lo meramente humano las capacidades debemos ejercitarlas y actuarlas, así también en las llamadas sobrenaturales. Las Bienaventuranzas nos marcan caminos de comunión. Hoy dos sendas.
En la medida que la gracia se desborda en llanto, así comulgamos en mayor profundidad y esto nos lleva a crecer en llanto. Lágrimas que serán muy variadas, pero siempre motivadas por las cosas divinas, no por cualquier otra causa. Llora quien, ante el amor de Dios, cobra noticia del pecado y nace en él, movido por la misericordia divina, el arrepentimiento y entonces las lágrimas lo lavan como si, de nuevo catecúmeno, entrara en el baño bautismal. El llanto y, si fuera el caso, la absolución sacramental nos abren el apetito de divinidad y la capacidad de acoger el manjar del cielo. Dichoso quien así llora, porque, en la medida que lo haga, recibirá el consuelo de la Cruz redentora, participará en el misterio pascual del Señor y caminará al consuelo eterno.
Pero también lágrimas de agradecimiento. Ante tanto don, nuestra pequeñez queda desbordada y se vierte ese más en agradecido llanto. Dichoso el que así se halle, porque recibirá el consuelo de recibir el don eucarístico que lo engrandece, que lo diviniza. Y cuanto más dilatado, mayor capacidad de percibir la distancia entre Creador y criatura, y mayor capacidad de llanto agradecido y, por tanto, de comulgar y así, en ascendente espiral, ir caminando hacia el consuelo de la vida perdurable, en la que solamente hay eterna profundización en el amor divino, sin riesgo ninguno de pérdida.
Quien tiene verdadero apetito de divinidad está sediento y hambriento de justicia, de la divina. Esa justicia que se nos manifiesta en la Cruz. Ahí Cristo recibió el no de Dios a nuestros pecados, pero manifestó también su misericordia en la Resurrección. El verdadero discípulo puede acercarse esperanzado al no de Dios a sus pecados porque, en el misterio pascual, se le ha desvelado que si morimos con Cristo con el resucitaremos; si con Él acudimos en esta vida a recibir lo que en verdad merecemos, encontraremos misericordia. En la comunión, decimos sí a la justicia divina y, al aceptarla, somos saciados de ella. En la Eucaristía, encontramos la muerte del pecador que somos y la vida divina por pura misericordia. Dichoso el que así se acerca, porque será saciado de justicia y misericordia. Y por serlo de ésta, en justicia misericordiosa recibirá el sí en el final juicio, pues gracias al Crucificado, el Padre en el juicio verá, en él, el rostro de su Hijo resucitado.
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