Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra (Mt 5,3s).
La Eucaristía tiene un marcado carácter escatólogico, pues en ella vivimos anticipadamente las realidades futuras. Su celebración es vivencia de la vida futura, manadero de la misma para el tiempo presente y alimento para poder llegar a ella.
En el momento de la comunión, las Bienaventuranzas, gracias a la antífona, nos descubren matices de las mismas que, sin este contexto, fácilmente se nos escaparían. Dos de ellas nos salen al paso hoy.
Las Bienaventuranzas, entre otras cosas, nos hablan, en el ámbito eucarístico –y en general todo para el creyente lo es, pues todo ha de ser vivido por él desde la Cruz gloriosa–, de la actitud, de la preparación del comulgante. Dos nos encontramos hoy. Quien comulga ha de crecer en pobreza y mansedumbre y, en la medida que así lo hace, más en profundidad comulga, más comunión puede tener con la Pascua del Señor.
El creyente ha de dejar de agarrarse a las criaturas, ha de dejar de acumularlas, y pasar a tener una única riqueza, aquella en la cual lo demás lo es, tiene valor. Todo lo creado puede ser abarcado en una forma o en otra, más o menos por el hombre. Dios es inabarcable y, sin embargo, se entrega como don. No solamente es dejar de poseer lo creado, es, por gracia, aprender a poseer de manera nueva, pues es radicalmente distinto lo divino. Poseer sin abarcar, sin definir, sin limitar en nuestros límites lo poseído. Poseer lo que me define, lo que me abarca, lo que me posee, poseer al poseedor infinito y eterno que se da.
Y, en Él, tenerlo todo. Tener incluso el Reino de Dios, el reinar de Dios. Y, al estar en el ejercicio de su soberanía, ser también soberano, volver a ser ése que como visir divino fue colocado en medio del Edén. Paraíso terrenal en el que pregustamos la eternidad divina para la que fuimos creados, posesión mutua que no es sino participación en la vida divina, vida trinitaria en la que eternalmente las tres personas se poseen unas a otras y son poseídas por las otras.
Y el comulgante ha de dejar de ser fuente de voluntad para los demás y para sí mismo. La soberbia nos lleva a ser legisladores para nuestro entorno y la historia. Pretensión de dictar cómo ha de ir el curso de los acontecimientos, de qué es lo bueno y lo malo, de cuál sea el fin de las cosas, de lo oportuno y lo inoportuno. Con mansedumbre ante todo, el verdadero discípulo sabe que es la voluntad divina la que rige la historia, que es ella la que define la bondad. Dios lo hace todo bien e incluso lo que los hombres suelen considerar malo no es sino una palabra de amor hacia quien tiene que sufrirlo. Por cerradas que sean las posibilidades, en toda ocasión, Dios nos da oportunidad y gracia suficiente para hacer de nosotros en cada momento una oblación unida a la de Cristo.
Con mansedumbre, el comulgante acoge, al recibir el Cuerpo de Cristo, su Cruz. Y así puede heredar la tierra que es el cielo; es, por medio de la comunión en la entrega de sí que hace el Sumo y Eterno Sacerdote, cómo entramos en la dicha de la resurrección.
[El comentario a la otra antífona de comunión lo podéis encontrar
aquí]