El periódico Milenio (cf. 12.01.2010) publicaba una nota a propósito de la sugerencia del arzobispo de León, mons. José Guadalupe Martín Rábago, para que se permita la enseñanza de la religión en las escuelas de México.
Al respecto, me llamaron la atención las declaraciones del dirigente del PRD en el estado de Guanajuato, citadas por la misma fuente: "Nos quieren convertir las escuelas en una arena pública… habría un desgreñadero y veríamos pelear a los muchachos sobre las religiones. No quiero imaginar el escenario a la hora del recreo, a la hora de los fanatismo, porque las disputas seguramente se agudizarían en las escuelas". No fue todo. El político también argumenta: "Lo que está planteando es que la iglesia católica se convierta en una religión de estado y no lo podemos permitir, porque se trata de una desesperación para ganar adeptos y convencer a la gente de que regrese a la iglesia".
Una educación deficiente puede "justificar" el vicio de ver en todo segundas intenciones, incluso de los más disparatadas, o un vocabulario que tiene mucho de folklórico -por llamarle de alguna manera-; lo que no puede justificar es inventarse cosas (por ejemplo "convertir en arena pública las escuelas" o eso de hacer del catolicismo la religión de estado) o adjudicarse la decisión de los padres de familia a decidir la educación que quieren darle a sus hijos.
En pro de un laicismo se está olvidando que no es el Estado el que impone una educación (aunque de hecho se esté dando en México con los pésimos libros donde se enseña, por ejemplo, la ideología de género) y que el derecho a la educación de los niños corresponde a sus padres. Son ellos y no los partidos los que deciden.
Siempre me ha llamado la atención, por cierto, que sea precisamente cierto partido el que haya convertido en arena de pelea no sólo el congreso sino no pocas calles de la capital mexicana. Y me llama más la atención que incluso así haya quien se atreve a vilipendear a una institución con florido lenguaje. Sería interesante que esos partidos renunciaran también a los millones de pesos que van de los impuestos de los ciudadanos a sus arcas; no se puede decir, por lo menos, que con la Iglesia suceda algo similar. Por lo menos en su caso son los fieles quienes libremente colaboran con ella.