En un trono excelso vi sentado a un hombre, a quien adoran muchedumbre de ángeles, que cantan a una sola voz: "Su imperio es eterno" (cf. Dan 7,9.10.13.14; Is 6,1-3).
Esa antífona es lo primero que nos encontramos en los formularios de misas del tiempo ordinario. Este lugar hace que, de alguna manera, no solamente la antífona nos sitúe al comienzo de las celebraciones en que se cante ante el trono celeste, es que también lo hace con ese tiempo tan importante, aunque no se celebre en él ningún misterio en especial del Señor, el más prolongado a lo largo del año.
Al comenzar la celebración eucarística entramos mistéricamente a participar en la liturgia celeste, anticipamos, viviéndolo ya, la vida a la que estamos llamados por toda la eternidad. Los ángeles y los santos viven en perpetua alabanza a Dios. La adoración, el agradecimiento, la glorificación,... es desbordamiento de la plenitud que el Señor otorga en el cielo y, a la par, es fuente de felicidad, pues, aunque divinizados, los santos no dejan de ser hombres y, en la alabanza a Dios, encuentran su dicha.
Cristo glorificado, el Cordero inmolado y exaltado a la diestra del Padre, el Sumo y Eterno Sacerdote, es quien preside la celebración. En el Espíritu, nos unimos a su sacrificio, que es culto al Padre y salvación para los hombres. A la Víctima nos unimos, y al Hijo eterno del Padre, Dios verdadero, adoramos y glorificamos junto con los ángeles, los santos y María Virgen.
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza (Ap 5,12).