Pedir perdón por culpa ajena
por En cuerpo y alma
Una de las grandes aportaciones del cristianismo al mundo de la ética, me atrevo a decir, la mayor de todas, la que ha posibilitado después tantos otros logros, incluso el del reconocimiento de las libertades individuales -recalco, individuales-, el estado de derecho, y hasta la mismísima democracia, es el que cabe definir como “la responsabilidad estrictamente personal de los actos”. Tal vez debamos atribuir semejante aportación de un calado inconmensurable, inimaginable, al gran Pablo, cuando en su Epístola a los Romanos expresa:
“Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, quien dará a cada cual según sus obras” (Ro 2, 5-6).
“¡Quien dará a cada cual según sus obras!”
Se nos puede hacer extraño aceptarlo hoy, pero durante muchos siglos, el castigo por el delito o el pecado de una persona arrastraba a toda su familia, cuando no a toda la población en la que residía, sometida a lo que era tan frecuente que hasta nombre tiene: “el anatema”, o la destrucción total, incluso por el fuego, algo de lo que son innumerables los ejemplos que nos da la Historia, y no digamos el Antiguo Testamento. Llegar a la concepción de que sólo uno es responsable de sus actos y nada más, ha costado al ser humano siglos y siglos de evolución, de pensamiento, de sufrimiento diría incluso, para alcanzar una convivencia más sana, más pacífica y más enriquecedora.
Establecido que la culpa siempre es personal, aunque pueda ser de varias personas, y nunca colectiva por el solo hecho de compartir con el culpable una determinada categoría, urge que políticos y dirigentes (también los de la Iglesia) salgan de una vez de un discurso tan vano, tan estéril, tan improductivo, como el de las peticiones de perdón en nombre de personas distintas de uno mismo. Nadie, ni aún el Papa, está obligado a pedir perdón por la culpa ajena. ¡Es más, no tiene derecho a hacerlo!
El perdón sólo redime cuando lo pide la persona que ha cometido el pecado; y sólo repara cuando se lo pide a aquélla a la que ha ofendido o dañado... Todo otro perdón ni redime ni repara.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él es el mayor acto de humildad que un ser humano puede acometer, más aún si va acompañado de la reparación en lo posible. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra es un acto de soberbia, que implica ponerse por encima del bien y del mal, juzgando a la persona por cuya hipotética culpa pide perdón.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él es fundado, porque sólo él conoce, si se sincera auténticamente consigo mismo, todas las circunstancias y consideraciones que le llevaron a actuar mal. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra es infundado, porque no conoce todas las circunstancias que concurrieron para que aquél en cuyo nombre pide perdón, realizara la acción por la que lo pide él en su nombre.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él es fructífero, y debería allanar el camino a la auténtica reconciliación. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra es contraproducente, y por lo general, sólo consigue aumentar el odio entre la persona en cuyo nombre pidió perdón y aquélla a quien se lo ha pedido.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él es justo, porque quien pide perdón decide él mismo hacer ese acto de “abajamiento” que implica pedir perdón. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra es inicuo, y sólo consigue dejar a la persona en cuyo nombre pide perdón, que se siente perjudicada, en inferioridad de condiciones respecto a aquélla a quien pide perdón, que se siente avalada.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él es gratuito, nacido en lo más profundo de su corazón, y no espera por recompensa otra cosa que la sola aceptación de lo que da, su arrepentimiento. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra es interesado, y espera obtener alguna ventaja, o ganarse el favor de la persona a la que pide perdón.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él le deja turbado, cansado, abajado, incluso dubitativo sobre la conveniencia de haberlo hecho, o la posibilidad de haberlo evitado. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra le deja henchido de sí mismo, con la sensación de haber salvado a la Humanidad y la orgullosa autopercepción de una humildad que no es tal.
Y si a todo ello le añadimos pedir perdón con criterios de hoy, a hechos cometidos hace siglos y siglos con criterios de ayer... discúlpenme, pero al cinturón de bombas sólo le falta tirar de la anilla.
¡No! ¡Basta ya de pedir perdón! Los dirigentes mundiales, papa incluído, no están para construir ni para deconstruir el pasado, que es, por su propia naturaleza, inconstruíble, indeformable, intransformable. Los dirigentes mundiales, papa incluido, están para construir presente, sin perder de vista nunca el futuro. Y la Iglesia, a la que sólo justifica explicarnos el futuro del futuro, el futuro de todos los futuros, aún más.
Que haga Vd. mucho bien y que no reciba menos.
©Luis Antequera