Dios visita las cárceles (y 7)
Los últimos días
Segunda mitad de abril de 1945. El final se acercaba lenta e inexorablemente. Todavía el 19 de abril se celebró ante el famoso “Tribunal Popular” el juicio de dos amigos de cuya salvación desesperábamos. Sin embargo, las fervientes oraciones de todos hicieron que uno de ellos fuese declarado inocente, y que otro saliese con tres años de cárcel tan solo. Nos alegramos de todo corazón: a aquellas alturas lo mismo daban tres años de cárcel que catorce, que los que fuesen, puesto que solo contados días nos separaban del final que cada vez se perfilaba con más siniestras tintas.
20 de abril: aniversario del nacimiento del que entonces detentaba el poder. Contra toda esperanza, muchos prisioneros confiaban en una amnistía general. No la hubo, y esa noticia fue tanto más depresiva cuanto que ya no podrían juzgarnos ni a treinta de nosotros en los días que restaban. Los procesos no se celebraban ya con regularidad. Empezaba a combatirse en las calles, y ni jueces había.
El 21 de abril fueron puestos en libertad algunos presos, entre ellos los que habían sido declarados inocentes por el tribunal popular. Quien había hecho esa selección y con qué criterio, era un misterio para el centenar que aún quedábamos aherrojados en Moabit. Pero, como una garra que oprimía y torturaba el alma, se apoderó de nosotros esta convicción:
-Nosotros seremos asesinados. Nos matarán inmediatamente antes del fin de la guerra. No veremos nuestra libertad, nuestra tierra, los nuestros.
Domingo, 22 de abril. Estaba amaneciendo. La persuasión de que nuestra muerte era inminente me hizo intentar todo lo posible para poder decir la Misa por todos los compañeros de cautiverio. Dios nos ayudó con su infinita bondad. En las habitaciones del fondo del sótano pudimos preparar todo lo necesario para el santo sacrificio; incluso encontramos unas flores y un trapito de lino bastante limpio. Dos empleados de Prisiones, que nos eran adictos, nos protegían para que no pudiesen sorprendernos los miembros peligrosos de las SS. Jamás podré olvidar aquella reunión de catacumbas tan emotiva y tan rica en gracias del cielo. Hubo tiempo para confesar a algunos. Los demás rezaron juntos el Confiteor y recibieron la absolución general. Después del Evangelio comenté un poco el “Tomad, Señor, y recibid toda mi voluntad” de San Ignacio:
-Tomad, Señor, nuestras vidas, nuestra libertad. Dadnos vuestro amor y gracia. Danos a Vos mismo ahora en la Santa Comunión; haced que os veamos ahora con los ojos de la fe, y dentro de poco, en el cielo, cara a cara. Señor, danos la fortaleza de confiar solamente en Vos durante estos peligros.
Dos prisioneros leyeron alternativamente textos del evangelio. Todos recibieron devotamente la sagrada comunión. Para cuatro de ellos resultó ser el viático.
Durante toda la ceremonia no hubo alarma ninguna. Después de una oración en común y una breve consagración a la Virgen nos dispersamos disimuladamente cada uno a su celda, llenos de agradecimiento al Señor presente entre nosotros en medio de tan graves peligros.
Por la tarde hice lo posible para visitar y hablar personalmente al mayor número de presos. Me interesaba uno de ellos particularmente, para intentar consolarle, asegurándole que aún había posibilidad de salvarnos y de que él volviese a reunirse con su esposa e hijos. Había padecido -como tantos de nosotros- las más crueles torturas durante largos y repetidos interrogatorios, pero no había cedido ni se había dejado doblegar. Todos habíamos admirado profundamente en él la ayuda que prestaba a los demás con su sano humorismo, su generoso espíritu de compañerismo y el olvido de su propia comodidad, y cómo lograba infundir alientos con una palabra de consuelo, un trozo de pan, medio cigarrillo. Pero hacía poco tiempo se había desanimado completamente, presa de una desilusión total:
-No, Padre. Moriremos todos. Nos matarán como a perros, estoy seguro. No tenemos escapatoria. Es como en la pasión de Jesucristo. Hemos celebrado ya la Misa y recibido la Comunión. Ahora nos toca el desamparo de los Olivos, y yo ya estoy plenamente sumido en él. Que Dios se apiade de nosotros.
Para acabar de referir su caso diré que aquella misma noche vinieron a por él y se lo llevaron, y desde entonces, a pesar de mis esfuerzos e indagaciones, no he podido hallar el menor rastro. Dios que le dejó presentir su cercano fin, habrá aceptado su sacrificio y transportado su alma aquella misma noche de las penas de esta vida a la felicidad del cielo.
Las horas transcurrían lentas y llenas de indecible dolor.
Al llegar la noche -serían las nueve o las diez- resonó tajante una orden:
-¡Recojan sus cosas!
Nos permitieron ir al “depósito” por las cosas -o lo que quedase de ellas- de que nos habían despojado al ingresar en Moabit. Las más diversas opiniones se manifestaron. Algunos se contemplaban, a manera de despedida, con ojos grandes e inexpresivos, para no tenerse que decir en voz alta lo que pensaban: “-Esto se ha acabado”. Otros sentían renacer la esperanza: “-Van a soltarnos, por fin”.
Sin saber por dónde, apareció entre nosotros el comandante de las SS a cuyo cargo habíamos estado durante las últimas semanas. Una nueva discrepancia dividió nuestras opiniones: “¿Qué pretende?, ¿qué piensa hacer de nosotros?”.
Se dirigió a nosotros con voz casi amistosa:
-Todos ustedes van a salir de aquí.
Un compañero se me acerca y me dice al oído con voz apenas perceptible, y completamente turbado:
-Mira cómo tiembla. Seguro que sabe algo más. Naturalmente que hemos de salir, muertos o vivos, para ser liquidados fuera. ¡Pregúntale, pregúntale!
El miedo me impedía casi hablar. A pesar de ello avancé entre los compañeros hasta plantarme enfrente del comandante y preguntarle:
-Mi comandante. Usted sabe qué va a ser de nosotros. Le ruego tenga la bondad de comunicárnoslo.
-Todo lo que sé es que todos ustedes van a salir de aquí.
-¿Se nos deja en libertad?
-Creo que sí.
Era evidente que él sabía algo que no quería decir.
Víctimas de última hora
Nos mandaron regresar a las habitaciones para dormir. Estábamos agotados, sobre todo por el ajetreo de aquellas horas y la enorme tensión nerviosa. Nos amontonaron en las antiguas patateras y carboneras, puesto que nuestras celdas ya estaban medio demolidas por la artillería. En el cuarto en que yo estaba éramos unos doce o catorce hombres, entre ellos el doctor Haushofer, autor del soneto de Moabit que tan famoso habría de hacerse más tarde. Era un hombre inteligente, que había viajado mucho y ahora contaba muchas cosas de sus estudios y experiencias. Eran ya casi las 12’30 de la noche, y muchos dormían. De repente se puso a hablar y nos dijo:
-Queridos amigos: los rusos entrarán antes de ocho días en Berlín. Se acabó el actual régimen alemán, y será sustituido por otro incomparablemente más duro para todos nosotros. Yo no soy católico. Pero querría decirles que estoy profundamente convencido de lo siguiente: se acerca para la Iglesia Católica la mejor ocasión que jamás haya tenido desde los tiempos de la Reforma para hacer algo a favor de nuestro pueblo. Ojalá que la Iglesia lo comprenda así y obre en consecuencia.
Poco después todo estaba tranquilo y oscuro, y la mayoría dormía.
Minutos más tarde -hacia la una de la madrugada- sonaron recias pisadas en los pasillos del sótano. Todos se despertaron sobresaltados. Oímos voces a media voz, puertas que se abrían cada vez más cerca, y también, por fin, la de nuestra habitación. Brillan las linternas y resuena una lista de nombres.
Se me ha quedado indeleblemente grabado con tintas de terror el rostro sádicamente encarnizado del miliciano que buscaba con su linterna entre nosotros y al fin pronunció el nombre:
-¡Haushofer!
Este se levantó, recogió brevemente sus cosas y salió al pasillo. Ninguna palabra fue pronunciada. Se oyó un poco de jaleo en el pasillo, y después todo quedó sumido en un silencio de muerte. Los que quedábamos nos preguntábamos:
-¿Qué ha pasado? ¿A cuántos se han llevado los de las SS? ¿Volverán esta noche para sacar otro grupo? ¿Acaso les habían puesto en libertad? ¿No serían oficiales y soldados que habían venido a liberarlos? Cierto que habían llegado muchos mensajes y cartas a los militares que estaban detenidos con nosotros diciéndoles que vendrían por ellos para ponerles en libertad. No hubiera sido difícil. Y si los otros estaban ya libres, ¿no vendrían también pronto a librarnos a nosotros?
Todo esto lo discutíamos entre nosotros, temblorosos e intranquilos. En dormir no había ni que pensar. A lo más rezar, como hacíamos algunos.
Las tres. Volvieron a sonar los taconazos de las SS en los pasillos. Un frío de muerte se apoderó de nosotros. Nuevas voces de mando, ruido de puertas que se abren, zigzagueantes focos de linterna cortando la oscuridad, listas de nombres en alta voz, algunos de los cuales eran de mis compañeros de habitación. Los que no hemos sido llamados nos tranquilizamos. Se cierra de nuevo la puerta. Yo me estiro a ver si puedo coger una palabra. Efectivamente, logro entender una frase que me llena de espanto. Uno de los compañeros sacados al pasillo dice entrecortadamente:
-Un momento. He olvidado mi mochila.
Y la respuesta instantánea y cruel:
-No la necesita. ¡En marcha!
¡Dios mío! Ya sabía lo que quería decir todo aquello. ¿Volverían a hacer otra saca? ¿A quién le tocaría la próxima vez?
Todavía hubo uno que dijo a media voz, perdido en la oscuridad del cuarto:
-A lo mejor son soldados de la Wehrmacht que se han disfrazado con uniformes de las SS para librar a sus compañeros; y a nosotros van a matarnos ahora.
Pero aquella noche nadie volvió. La noche del 24 al 25 de abril la veíamos echarse encima llenos de mortal incertidumbre. Los rusos seguían avanzando. Pero los pelotones de ejecución de las SS no nos visitaron.
Tentativa desesperada
El 25 de abril, que aquel año cayó en la octava del patrocinio de San José y en la fiesta de San Marcos, amaneció con una radiante y luminosa mañana de primavera. Por la tarde me dice un ex oficial:
-Padre, si antes de oscurecer no nos han puesto en libertad, estamos definitivamente perdidos. Por eso he decido intentar una huída con algunos compañeros. La cosa sería difícil, y por ello queremos pedirle que se venga con nosotros para asistir a los heridos y moribundos que habrá sin duda.
Reflexioné un instante y respondí:
-¡Dios lo quiere! Estaré a su lado como sacerdote; pero no creo en el éxito. Todos ustedes están demasiado débiles. –Y sin pensarlo mucho, continué: Creo más acertado elegir una comisión de detenidos que vaya a pedir la libertad al director.
El otro se alejó. Yo me quedé observando el lento pero continuo avance del frente ruso.
Me interrumpe la llegada de un compañero:
-Padre, ¿dónde está?, ¿se aburre? Le hemos elegido. ¡Ea!, vaya al despacho donde está el director sin perder momento.
Los elegidos éramos: Noske, el ex ministro socialista; el segundo yo, provincial de los jesuitas; el tercero, el doctor Hermes, y el cuarto un oficial. Subimos del sótano a la planta baja. Hubimos de detenernos en el pasillo: un grupo de vigilantes con pistolas desenfundadas y perros policías nos cerraba el paso. Finalmente apareció el director y nos preguntó qué queríamos. Según habíamos convenido, habló primero el doctor Noske:
-Señor director. Usted sabe los asesinatos que se han cometido las noches pasadas. Si no salimos de aquí antes de anochecer, estamos perdidos. Y si lo que puede ocurrir de un momento a otro, los rusos asaltan la prisión, la suerte que nos espera es la misma. Si me encuentran aquí, me descuartizan. Yo hice suprimir 15.000 comunistas en 1919. Pónganos pues en libertad ahora que todavía hay tiempo.
Transcurrieron unos momentos de pesado silencio, hasta que el director respondió pausadamente:
-No. No hay razones para conceder tal libertad.
Noske, profundamente decepcionado, sin decir una palabra, se dio media vuelta y se marchó. Lleno de temor me fui tras él y le pedí que se quedase, al menos en atención a los demás. Sin hablar palabra me cogió la mano y regresó conmigo. Me tocaba el turno de dirigir la palabra: empecé agradeciendo al director el que nos hubiese permitido exponerle nuestros deseos, y le mostré la gravedad de la situación y lo peligroso que era el quedarse allí estando los rusos para asaltar la cárcel de un momento a otro. Estimaba prudente el pensar en la seguridad de todos, incluso en la del personal de la prisión, y dije que aunque los rusos no llegasen a adueñarse del edificio, ya no era posible mantener el contacto con las autoridades superiores. Terminé con el ruego de que se decidiese a tomar una determinación por su cuenta, y nos pusiese en libertad. La única respuesta fue:
-Pensaré sobre el asunto.
Después de una enérgica intervención del doctor Hermes, el director prometió:
-Les comunicaré mi decisión antes de una hora.
Esta promesa no auguraba nada bueno, y contribuyó a desanimarnos. El efecto que hizo sobre el resto de los compañeros, no pudo ser más depresivo. Quedaron indeciblemente abatidos.
Coincidió todo ello con el recrudecimiento del fuego de artillería rusa sobre nuestro edifico. De repente me vino una idea: “-Vete a hablar a solas con el director; eso sería más eficaz”. Subí con precaución las escaleras que daban al principal. Ya estallaban granadas por todas partes. Buscaba la oficina cuando el director salió inesperadamente de otro cuarto. Me vio, vino hacia mí atravesando una zona que ya estaba batida por la artillería, y antes de que yo pudiese abrir la boca, me dice:
-¿No es usted el sacerdote católico que vino antes a verme con la comisión de detenidos?
Yo me expliqué rápidamente, y entonces él aclaró:
-Me alegro de que haya venido. Me he decidido a dejarles en libertad antes de una hora, bajo mi responsabilidad personal. Puede anunciárselo a sus compañeros. Dentro de una hora estarán libres.
Le tendí la mano y le di las gracias sin avergonzarme de que gruesos lagrimones rodasen por mis mejillas.
También él estrechó emocionado mi mano al tiempo que añadía:
-Señor Pastor, me alegro mucho por usted y por sus compañeros.
Regresé saltando las escaleras y dando por cima de los últimos peldaños un brinco tan grande como mis fuerzas me lo permitían. Abrí la sala donde se habían reunido todos para refugiarse durante el bombardeo, y anuncié a gritos:
-¡Aleluya! ¡Dentro de una hora somos libres!
Estábamos en tiempo pascual. Yo había leído muchas veces el relato evangélico sobre la resurrección; y no conozco nada mejor para describir el clima psicológico de aquella escena.
-Vamos Padre. Por lo menos seriedad. Esa broma es de mal gusto. ¡Y sobre todo en usted!
-¡Libres! ¡Libres! ¡Libres! , repetía yo con frenesí.
Todos seguían impertérritos en medio de un silencio de hielo. Hasta que uno de ellos se lanza a mi cuello y me pregunta en voz alta:
-¿Es verdad, Padre?, ¿nos sueltan?, ¿quién se lo ha dicho?
Tuve que contárselo todo. Entonces estalló un indescriptible júbilo. Rápidamente me fui a las otras salas a dar la noticia.
Las cadenas caen
Cada uno recogió inmediatamente sus cosas. Nos llamaron a todos. Uno tuvo unas breves palabras de despedida, y yo, a petición de los demás, dije en voz alta una oración. Luego rezamos todos juntos para dar gracias a Dios por nuestra libertad, y por todos aquellos que a nuestro lado habían padecido y sucumbido, por la Patria y por un feliz retorno de cada uno y el encuentro con los suyos.
Nos repartimos los enfermos que no podían tenerse en pie, y procuramos reunir sus cosas. Mientras tanto, alguien había preparado un pomposo “banquete de despedida” como hacía mucho tiempo que no lo habíamos visto, y tan abundante que muchos no se atrevían a comerlo para no caer enfermos, pues teníamos desacostumbrado el estómago. Además de que todos estábamos demasiado emocionados para poder comer.
En esto, eran las seis de la tarde. Todos subimos a la planta baja, junto al terrible “buró” de antes. Debíamos pasar por encima de los boquetes y los escombros. Y a pesar de ello, uno de los guardianes, a quien nuestra liberación contrariaba visiblemente, nos gritó:
-O caminan en orden y en tres filas como está mandado, o vuelven las filas a los sótanos.
Hubo quien se encolerizó. Pero la mayoría, más razonable, no dio importancia a la cosa, aunque tampoco se preocuparon de guardar impecablemente las filas. Me parece que oigo todavía murmurar a un preso en voz baja:
-¡Loco Barrabás!
Era un oficial el que hablaba.
Y entonces, ¡al fin!, salimos de allí nosotros, el pequeño resto de los centenares y centenares que habían entrado en Moabit. Unos reían convulsivamente, otros estaban concentrados y serios, alguno fumaba ansiosamente, otros rezaban: todos éramos felices. Un último apretón de manos y empezamos a dispersarnos en distintas direcciones. El fuego de artillería arreciaba otra vez, y debíamos avanzar buscando abrigo en los rincones o los boquetes de anteriores explosiones. Uno corrió a guarecerse tras un muro agrietado, mientras gritaba:
-Y si se me cae encima, moriré libe, ¡libre!, ¡libre!
Cesó la artillería, y nosotros, es decir, un grupo de seis u ocho, nos dirigimos a un convento cercano. Allí encontramos buenos amigos, y también dos de los buenos centinelas de la cárcel que tanto nos habían ayudado en los momentos difíciles. Hacia las ocho de la tarde me dirigí a la iglesia junto con los que habían venido conmigo, para celebrar una Misa –desde hacía tanto tiempo- en una iglesia bendecida, con ornamentos bendecidos. La primera Misa de mi libertad.
Era el 25 de abril por la tarde, día de San Marcos y de su Procesión de Rogativas: Dios había conducido maravillosamente nuestra procesión desde las angustias de una muerte inminente a la maravilla de la libertad.
¿Qué sucedió de aquellos que en las noches anteriores fueron sacados por los miembros de las SS? Al fin llegamos a saberlo por un testigo ocular -un médico-, que a pesar de haber quedado gravemente herido logró fingirse muerto y regresar luego. A la salida de la cárcel de Moabit, cada preso fue entregado a un miembro de las SS, que le maniató. Se les despojó de los anillos y de todos los objetos personales. Fueron llevados a las afueras, a campo abierto, y allí se les hizo quedar completamente desnudos. Detrás de cada preso estaba un hombre de las SS. Había unos cincuenta presos, por lo tanto algunos también que no procedían de Moabit.
A una señal, cada sicario de las SS disparó un tiro sobre la nuca del prisionero que tenía delante, se cercioró de que estaba muerto y fue a comunicárselo al jefe del pelotón. El médico hizo sin duda algún movimiento en el momento del disparo, de manera que la bala le raspó por fuera del temporal y occipital, y cayó al suelo. Durante la comprobación logró permanecer inmóvil, y así escapó a un segundo disparo.
Alberto Haushofer fue reconocido más tarde porque en su mano estaba el original del famoso soneto a Moabit, que él mismo había compuesto.
Así, pues, aquellos a quienes nosotros creíamos a salvo habían sido asesinados cruel y cobardemente; mientras que nosotros, en total 46, gracias a la oración y sacrificio de muchas almas y a la infinita bondad de Dios, habíamos escapado -pequeño grupo de sobrevivientes en un gran naufragio- de aquella pesadilla de muerte y de nuevo estábamos en libertad.
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