Viernes, 22 de noviembre de 2024

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El nombre de las cosas

por César Uribarri


Volmar, secretario de santa Hildegarda, se quejaba a la santa: “¿Donde sonará la voz de tu inaudita melodía? ¿y la voz de tu lengua inaudita?” Y le urgía a ponerlas por escrito, pues pocos humanos habían sido bendecidos con las melodías celestiales y habían sido instruidos en la lengua celeste como santa Hildegarda. Su también secretario, Teodorico de Echternach, había sido testigo de tales maravillas:
“Pero ¿quién no se admiraría de que hubiera compuesto un canto de dulcísima melodía en maravillosa armonía y hubiera creado letras nunca vistas en una lengua antes inaudita?”

 

Santa Hildegarda no lo negaba:

“Me acontecía desde mi primer año, desde que esa aparición se me manifestó para explicarme las cualidades de las diversas naturalezas de las cosas creadas, y respuestas y consejos para muchas personas tanto de rango distinguido como inferior, y la sinfonía armónica de las revelaciones celestes, y escritos e incluso una lengua desconocida..."

 

La lengua desconocida, la lengua ignota, era la lengua de Adán y Eva antes del pecado original, la lengua con la que puso nombre a toda la creación, la lengua cuyas palabras “encierran en sí la esencia de las cosas, la lengua del conocimiento puro que hablaba Adán antes de la caída, la que le permitía conversar con los animales, la lengua hablada por los ángeles.” (Sánchez de Toca y Catalá)

 

Dios se decía Aigonz, Iur era el varón y Vanix la mujer. Forinz al marido y Kaueia a la esposa. Pero las palabras no eran simples fonemas, encerraban en sí “la esencia de las cosas”. La esencia de las cosas en ese doble sentido, corpóreo y celeste. Nadie edificaría sobre agua, ni levantaría muros de rocío. Pero la piedra seguirá siendo basamento y muro. Y en cuanto celeste, Simón fue llamado Cefas, Piedra, porque sería la piedra sobre la que edificaría la Iglesia. Como ese libro de la vida del Apocalipsis, en el que los victoriosos tendrán un nombre que sólo Dios conoce. El nombre como la esencia de la persona, de su vocación, de su llamada, de su desempeño, de su realización.

 

La palabra en la lengua ignota no sólo era cantada, reflejaba la esencia de las cosas. Y Adán (cuesta imaginarle mono y tan sabio, por lo que o no era sabio o no era mono) dotado con la sabiduría preternatural reflejaba lo que de suyo eran las cosas, y para lo que eran. Pero las realidades humanas lograron un efecto perverso tras la caída: tras el oscurecimiento de la inteligencia la esencia de las cosas quedó atada a la palabra, por lo que una palabra equivocada podría equivocar la esencia. Decir matrimonio a la unión homosexual no sería pretensión sociológica o política, era perversión de la esencia del ser humano. Llamado el varón a abandonar a su padre y a su madre para unirse a una mujer, cambiado el significado de las palabras -pretensión tenaz y lograda por tantas fuerzas filosóficas, políticas y económicas-, y entendiendo el varón que igual matrimonio era el abandono de sus padres para unirse a otro varón, no sólo perdería el conocimiento de su realidad corpórea, sino que olvidaría su significado celeste. Ya no sólo se perdería la frescura del ser de las cosas (la lengua ignota era cantada como canto llamamos a la belleza de la naturaleza respetada), sino que forzado a ser contra su esencia o naturaleza, entraría en el vacío de la vida una vez rotos los lazos con su realidad intrínseca y especialmente con su realidad celeste, con su llamada, con ese nombre ignoto que sólo Dios conoce y escribe en el libro de la vida, en el que una sola palabra es resumen de uno mismo, de su totalidad.

Eso es lo que se le combate a la Iglesia, la realidad de las cosas, la realidad del hombre, su destino único e irrepetible. Cuando se le exige “abrirse” a otras realidades familiares, sociales, sexuales, lo que se pretende de hecho es “rasgar” esas palabras que traducen la lengua ignota, la esencia de las cosas, para que una vez rotas de sentido quede el hombre perdido en el sinsentido de las cosas, y por ello frágil, manejable, manipulable.

La Iglesia es hoy el baluarte de la última felicidad del hombre. La misa el pasado domingo en la madrileña plaza de Colón fue un canto a la realidad corpórea y celeste del hombre. Pero ha enfadado mucho a los amantes del paro, a ese partido llamado PSOE y esos medios de comunicación felices del logro de cuatro millones y medio de parados (pienso en las teles afines, y en su prensa afín). Todo va unido. Un pueblo pansexualizado está demostrando que es falto de coraje para enfrentarse a los que le llevan a la ruina. Un pueblo sin el baluarte de la familia es un pueblo a merced de los poderosos. Un pueblo sin sentido de eternidad, de vocación y llamada, es un pueblo sumiso a las consignas de las ideologías.

La izquierda lo sabe bien, y domina el arte de manipular el lenguaje para vaciar su esencia y dejar ciego al hombre, y por tanto necesitado de la mano del poder para poder moverse por el mundo. Pero un pueblo ciego, guiado por ciegos sólo puede ir al abismo. Esa es la cuestión, si son tontos o malos quienes pretenden tal cosa. Lo cierto es que, a día de hoy, no lo tengo claro.




x    cesaruribarri@gmail.com
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