Dios visita las cárceles (6)
La libertad de los amigos
También era un sábado por la tarde cuando de repente alguien gritó en mi celda:
-¡Listo! Salga al pasillo.
Con voz apagada, aventuré una tímida pregunta:
-¿Y mis cosas?
-Cójalo todo, también las mantas. Todo.
Por pobre que fuese mi celda me costaba abandonarla. Eran muchos los sufrimientos que había padecido en ella, y mayores aún las gracias de Dios de que aquellas paredes habían sido escenario. Y ahora, ¿adónde?, ¡quién sabía dónde!
Me quitaron las cadenas para que pudiese llevar mis cosas, y sin decir palabra el centinela me condujo a otra ala del edificio, y me dejó en una celda no tan grande como la anterior, con una ventana rota orientada al nordeste, y por tanto, sin sol. Era febrero. Pero lo que más me apenaba era que ya no podría hablar ni ver al Hermano Moser. Antes, cuando yo salía al pasillo y no le encontraba por allí, lo divisaba en seguida en su ventana y nos hacíamos señas con la cabeza o con las manos. Y si era él quien estaba en el patio y yo arriba, hacía como si estuviese limpiando la ventana. Como quiera que fuese nos las arreglábamos para saber el uno del otro y comprobar que ninguno de los dos –Dios sabe quién- había sido llevado al campo de concentración de Sachsenhausen o Buchenwald, como más de una vez nos habían amenazado para aterrorizarnos.
Pero pronto reanudamos el contacto, y por cierto gracias al doctor N, que ya habíamos utilizado en anteriores ocasiones. El mismo doctor se había preocupado de buscarme hasta que me localizó. Él pasaba las cartas de uno a otro. Yo había llegado a la firme convicción de que el Hno. Moser pronto sería puesto en libertad. Por eso le había ya advertido –a pesar de que lo teníamos estrictamente prohibido- que apenas puesto en libertad debía dirigirse al hospital de Santa Eduwigis y tratar de llegar a tiempo de coger alguno de los trenes que aún pudiesen sacarle de Berlín en dirección al sur. Ciertamente que estos mis deseos eran excesivos. Pero mayor aún fue la presteza con que el cielo los escuchó, y eso de la manera más patente.
El 3 de febrero vi que un amigo sacerdote, preso también, estaba muy abatido. Acababan de maltratarle y a continuación el terrible bombardeo de aquel 3 de febrero había acabado de deprimirle. Al pasar ante él, dejé caer mi pañuelo. Comprendió al instante, y en un abrir y cerrar de ojos –como si ocurriese por casualidad- también cayó al suelo su pañuelo. Yo cogí el suyo y él el mío. En el mío había unas líneas:
-“¡Ánimo! El 11 de febrero, fiesta de la aparición de Nuestra Señora de Lourdes, estará usted libre. Muchos de los prisioneros hacemos la novena con esta intención”.
Le vi que lo leía. Al cruzarnos de nuevo, me susurró al oído:
-¿Usted cree que es posible?
Seguimos orando sin descanso. Llegó el 11 de febrero y no ocurrió nada. Mi amigo sacerdote estaba muy desanimado. Pero al día siguiente se presentó de nuevo en mi celda y se me echó al cuello: estaba libre y el centinela le había permitido venir a despedirse. Me entregó tres sagradas formas y un poco de comida.
-Haré que los niños recen todos los días en la parroquia para que también usted pueda verse pronto en libertad.
Nos dimos mutuamente la bendición y salió. En realidad su libertad había estado firmada el 11 de febrero. Pero como cayó en domingo, no se llevó a efecto hasta el día siguiente. Era patente la ayuda de Nuestra Señora.
La vez del Hermano Moser
Ahora empezamos a importunar a nuestra Madre del Cielo a favor del Hno. Moser. El 15 de febrero, mi buen amigo el médico me sale al encuentro de improviso y me dice:
-Padre, el suizo bajito ya está libre. Quise traerlo pero me fue imposible. Ya le han soltado y a estas horas estará fuera con el párroco de Baviera, que por cierto está enfermo de los riñones y con flebitis.
Gracias a Dios habíamos sido escuchados. El Hno. Moser, que durante los últimos días había estado en gran peligro de ser trasladado a Buchenwald, se hallaba ya en libertad y podía regresar a casa. Fue imposible hacerle un sitio en el Hospital de Santa Eduwigis, pero otros jesuitas le recibieron y atendieron con extraordinaria caridad en otro hospital. Y la misma tarde de su liberación logró abandonar Berlín en uno de los últimos trenes que salieron para Múnich, donde llegó sano y salvo al día siguiente.
Desde entonces fui ya el único jesuita en la cárcel de Moabit. Pero sabiendo que el Hno. Moser estaba fuera de peligro, estaba seguro de que daría noticias mías a mi familia y compañeros, ellos sabrían que aún vivía, y sobre todo que gozaba de gran paz interior.
De Baviera no podía llegarnos ya ninguna noticia a causa de los ataques aéreos y de las vicisitudes de la guerra. Estábamos incomunicados. Solamente se me informó de una cosa: mis carceleros no habían logrado atrapar al P. König, ni tampoco al P. Laurentius, provincial de los Dominicos alemanes. A ambos Padres los buscaban sin descanso. Si lograban echarles el guante, el plan era hacer un espectacular proceso de la orden. Por eso –entre otros motivos- se nos había perdonado provisionalmente la vida en la cárcel de Moabit.
Pero nuestro Señor no permitió que ambos Padres fueran apresados.
Gozo pascual tras los barrotes
Finales de marzo de 1945. Tras unos días de intensas lluvias sobrevino un hermoso tiempo primaveral y, a Dios gracias, los presos pudimos salir a pasear al patio de la prisión durante media hora antes y después de comer.
En una de esas ocasiones acerté a ver a un preso con el que me había encontrado antes en una gran capital, fuera de Baviera, por cierto, y con el cual había cruzado unas palabras. Era académico, protestante. Por fortuna recordaba su nombre, así que al pasar pude nombrarle en voz baja mientras le saludaba con la mirada. Me contempló atónito:
-¿Dónde nos hemos visto?
-En N, en junio de 1937.
-Entonces, ¿usted es el P. Rösch?
-Sí.
-Es usted muy amable por no haberme olvidado. ¿Puedo?
No pudo continuar. Se nos echaron encima dos guardianes de las SS. Lo sentí muchísimo.
Al poco tiempo fue sábado Santo e hizo un hermoso día de primavera, lleno de sol. Aprovechando unas apreturas junto a una puerta, y sin que casi me diese cuenta, alguien me metió un papel en el bolsillo.
Cuando nos encerraron de nuevo en las celdas, me coloqué en el ángulo muerto de la mía para que el guardia no pudiese sorprenderme leyendo. La carta estaba redactada así:
-“¡Aleluya! Mañana es el santo día de Pascual. De todo corazón le deseo las gracias y gozo propio de tan santa fiesta. Tengo que pedirle un gran favor. Yo soy protestante. Hace unos años estuve en Roma durante el domingo de Pascua, y en la iglesia de San Pedro tuve ocasión de ver al Santo Padre durante una audiencia y hablar con él durante unos momentos. Desde entonces no he vuelto a tener paz. Comencé a estudiar la primitiva Iglesia y los Santos Padres, me he ocupado mucho de la liturgia, y sobre todo, de la Virgen María y de los dogmas católicos relacionados con Ella, y ahora, en los largos meses de cautiverio, después de mucho luchar y mucho orar, veo con toda claridad lo siguiente: debo regresar a la antigua Iglesia materna, tengo que hacerme católico. Pero, ¿cómo lograrlo? Ayúdeme usted.
Reciba mi más afectuoso saludo de Pascua. Suyo”.
¡Sábado de Pascua! Tal día como hoy se empezaba a rezar y a cantar en casa el Regina caeli, laetare, ¡aleluya! (Alégrate, Reina del Cielo, ¡Aleluya!) en honor del gozo pascual que la Resurrección trajo a Nuestra Señora. En mi celda, lóbrega y triste, penetró la alegre y radiante luz de la Pascua, y aquel recuerdo no se borrará jamás.
Lleno de agradecimiento hacia la infinita bondad de Dios, y pasando por encima de todas las prohibiciones de mis carceleros, escribí a mi concautivo una cordial felicitación de Pascua que acababa con estas palabras:
“¡Mucho ánimo! Confíe en María. Ella nos mostrará el modo de realizar sus deseos. Cristo ha resucitado. ¡Aleluya!”.
Apenas volvimos a vernos. La vigilancia se hizo más estrecha. Las desapariciones y asesinatos de los presos se hicieron más frecuentes. Pero una vez todos los supervivientes fuimos trasladados desde las celdas a los refugios del sótano y –contra toda esperanza- pudimos hablarnos.
-Padre, varias veces he estado a punto de ser ajusticiado y siempre me he librado a última hora. No sé si nos salvaremos los dos. Ahora estamos a tiempo, recíbame en la Iglesia Católica.
Nos evadimos, arrastrándonos, hacia un compartimiento de los sótanos que estaba abandonado, y allí, a la vacilante luz de una vela, tuve la inmensa alegría de recibirle en el seno de nuestra Santa Madre la Iglesia Católica por él ansiada y buscada durante tanto tiempo. Me dio las gracias con la más profunda emoción y me dijo:
-Padre, tenía usted razón. Nuestra Madre del cielo nos ha ayudado.
Y en acción de gracias rezamos juntos el Magníficat.Logró escapar a la muerte en la prisión, y pudo regresar a casa en medio de los suyos. Pero después le cogieron los rusos que le deportaron a una región cerca de Moscú, y murió allí al poco tiempo. Ahora, en el cielo, goza de las alegrías de la eterna Pascua al lado de Nuestra Señora Reina la Virgen María.
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