Dios visita las cárceles (4)
Secreto en la celda número 218
Una mañana, entre las 8 y las 9, entró en mi celda un funcionario del servicio de limpieza de la prisión. Llevaba en la mano un cubo con agua, una escoba casi completamente desplumada y unos trapos que daban lástima.
-¿Qué hay?
-Oye, he leído no sé qué cosas de un tal San Ignacio y no sé qué Ejercicios. ¿Qué es eso? ¿Puedes decirme de qué se trata? Yo soy protestante. Para que tengas tiempo, voy a baldear tu celda y así puedes hablarme. Yo estoy al acecho mientras escucho, y si viene uno de los celadores de los “malos”, te doy un golpe de escoba. De modo que dime, qué son los Ejercicios.
Me entraron ganas de reír, y me costó un buen empellón del otro, porque en aquel momento pasaba por delante un elemento de cuidado. Apenas desapareció de nuestra vista le contesté a lo de los Ejercicios.
-Lo que es, si son eso que me dices, son una cosa completamente razonable.
-Naturalmente que lo son. Además están compuestos por un seglar, un militar de graduación.
-Sí, pero también jesuita.
-Bueno, eso fue después.
-Está bien. He de reflexionar sobre ello.
Al día siguiente se presenta de nuevo:
-¡Tú!, he estado pensando toda la noche (que pasamos de claro en claro por los bombardeos) en eso que me dijiste de los Ejercicios. Tengo que hacerlos, y tú me dirigirás. Ya encontraremos el modo.
Efectivamente, con la ayuda de Dios le di los Ejercicios. A veces no sin grandes dificultades; pero siempre encontré medio de darle por el día mis instrucciones, y aún a veces durante los ataques nocturnos, cuando a todos nos concentraban en los sótanos.
Un día me dijo:
-En los Ejercicios se debe enseñar también a ayudar a que los demás encuentren a Dios. ¿No es cierto?
-Sí.
-Pues, óyeme. Entre los dos tenemos que ayudar a uno que se está muriendo.
-¿Dónde?
-Frente a tu celda, en la 218
-¿Qué tiene?
-El médico dice que angina de pecho
-¿Le han dado medicinas?
- Ninguna, creo yo , puesto que se está acabando. Total, uno menos.
Le di parte del vino de Misa y algo de pan para que se lo llevase al enfermo.
-Pregúntale si es católico o evangélico
Volvió al cabo de un rato:
-Dice que católico pero que pertenece a las SS.
No estaba claro el asunto de si había apostatado de la Iglesia para pertenecer a las SS. Por otra parte, poca gente lo pasaba peor en la cárcel que los miembros de las SS, que eran detenidos con nosotros. Llevaban una vida extraordinariamente dura y severa. Pedí entonces a mi amigo:
-Arréglatelas para saber personalmente, o por otro, si apostató. Deberé saberlo para cuando yo vaya a verle. Anúnciale que un compañero de prisión va a visitarle.
Transcurrió una hora interminable. Finalmente regresó mi amigo evangélico.
-No apostató de la Iglesia, y se alegra de que un sacerdote católico vaya a visitarle.
-Gracias. Has trabajado muy bien. Y ahora, en nombre de Dios, voy a verle. Vamos arriba.
-¡Estás loco! ¡Subir ahora, en pleno día! Recuerda que hay pena de muerte para el preso que penetre en la celda de un compañero. Lo único que podemos hacer es pedir todos (los detenidos creyentes) al Señor para que el pobre diablo viva hasta la noche. Antes, es imposible.
Muy a pesar mío hube de consentir en ello. Rara vez se habrá rezado tanto en Moabit como aquel día por el moribundo. Por fin llegó la noche. Todas las luces estaban encendidas, incluso las de las celdas. De repente, con un seco chasquido, todo nuestro pabellón quedó a oscuras. Ni una sola bombilla que aminorase la oscuridad completa. Mi puerta se abrió de repente.
-Padre, ahora, ¡de prisa! Vaya a la celda 218. Hay gente amiga que le aguarda y le ayudará. La consigna es: “¡Alabado sea Dios!”. Hay primero un evangélico, luego uno de la Iglesia Griega Unida, luego un amigo católico, y finalmente, en la celda 218, el comunista H. Él montará la guardia todo el tiempo que tú estés con el moribundo. ¡Rápido! ¡Que Dios te ayude!
Él penetró en mi celda y yo le cerré por fuera (y al cerrar yo mi propia celda me produjo un escalofrío) para que si llegaba la ronda de vigilancia no hallasen mi celda vacía. Yo me deslicé rápidamente con sendos “¡Alabado sea Dios!”, de enlace en enlace y llegué sin contratiempo hasta el moribundo. Estaba en plena lucidez. Le hablé, le consolé, le di la absolución, el viático, la extremaunción y la indulgencia plenaria. Era conmovedor verle seguir mis invocaciones a pesar de la fiebre. Pero un breve silbido se oyó hacia la puerta:
-Márchese, Padre, empiezan a sospechar.
Me despedí del enfermo:
-Si puedo, volveré a verte. Pero dime una cosa: ¿a qué atribuyes el que Dios te haya concedido tan señaladas gracias aquí en la celda?
-Padre, mi madre ha rezado mucho por mí, y también mi hermana, que es religiosa.
¡Cómo Dios penetra con su gracia a través de las cadenas y las llamas! Rápidamente cogí su mano por última vez y le bendije una vez más.
-¡Que Dios te proteja! Pide mucho por mí y por todos.
Rápidamente desanduve el camino en plena oscuridad, saqué a mi amigo de mi celda, en la cual ahora me encerró él a mí.
Ningún sacerdote puede describir ni explicar la inmensa alegría y gratitud que llenan su corazón cuando Dios le permite ayudar de aquel modo a sus semejantes. Apenas acababa de entrar en mi celda, cuando todas las luces se encendieron. ¿Qué había sucedido? Había todo un complot que había protegido mi trabajo a favor del moribundo. Habían quitado un contacto de la línea, y lo volvieron a conectar cuando se dio la contraseña de que todo había salido felizmente y de que yo estaba de nuevo en mi celda.
A la mañana siguiente vino a mi celda un individuo a quien yo no conocía. Pregunté:
-¿Qué pasa?
En un alemán espantoso y rodando mucho las erres, me dijo:
-Necesito ver si usted tener piojos.
-¡Caramba! ¿Si tengo piojos?
-Sí, sí.
-¿Y tiene usted que inspeccionar a todos o solo a mí?
-Solo a usted, Padre.
-Un nuevo modo de vejarnos, dije, mientras pensaba en mi interior si debía resistirme.
-No, Padre. No vejar. Yo saber Padre ayer con moribundo 218.
Una idea me cruzó la cabeza: “¡Atención. Probablemente es un espía que solamente quiere tener mi confesión!”. Por eso respondí airadamente:
-218, ¿qué es eso de 218?
-No desconfíe, Padre. Yo no espía. Yo judío, polaco, médico, 218 no angina pecho. 218 tifus exantemáticos. Yo especialista tifus. Si Padre tener piojos, peligro contagio tifus. Confíe: si tiene fiebre u otra cosa, yo ayudar. Tengo medicinas, pastillas contra tifus.
¡Dios mío! Por si me había contagiado me enviaban un especialista, y por añadidura un judío sin esperanzas de salvación humana, a quien yo podría dar la salvación eterna. El buen médico me examinó, me tomó el pulso y la temperatura.
-Volveré hoy tarde. Entonces ver si Padre tiene tifus.
Para agradecer sus servicios al médico le envié mis últimas reservas de pan: no tenía otra cosa que ofrecerle. Dios me conservó inmune del contagio de tifus. El enfermo fue enviado a un lazareto de infecciosos que hubo de ser evacuado a raíz de un bombardeo. Almas caritativas le acogieron entonces en otro lugar bajo nombre supuesto, y así pudo meses más tarde escapar a la muerte.
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