Dios visita las cárceles (3)
La Misa secreta
El Padre Franz von Tattenbach logró arreglárselas para establecer contactos con mi “inmueble”, a pesar de las enormes dificultades y riesgos de tal empresa. Hizo verdaderos prodigios, y a ello se debe que todos los prisioneros de Moabit -y yo especialmente- pudiésemos disfrutar de largas horas de beneficios del cielo.
Sucedió así: un día un ciclópeo carcelero arrojó con desprecio un paquete sobre mi camastro. Estaba furioso y profería insultos que no llegué a entender. Cuando desapareció de allí, abrí el paquete. Era ropa, ¡ropa limpia! Dios mío, ¿era posible? Entre nosotros había generales, ministros, gente de elevada posición, que durante meses y meses tenían que llevar la misma camisa, y lavarla pobremente en agua fría. ¡Ropa limpia! Entonces me di cuenta por vez primera qué mal acostumbrados estábamos en casa, sin darnos cuenta.
Contemplaba cada pieza con atención. ¡Anda!, un papel. “En casa todos bien. Ninguna residencia confiscada. Podemos trabajar. Su familia no está detenida. Muchos saludos y abrazos. Rezaremos mucho”. Por tanto, ¡no era verdad lo que la Gestapo me repetía en todos los interrogatorios, no era verdad! Ahora ya podían fastidiarme lo que quisieran; ya estaba al corriente de todo e informaría también al Hermano Moser. Desdoblaba con precaución cada pieza. Había unos pañitos doblados como pañuelos con una crucecita roja en el medio. ¡Toma! Si son purificadores. Encontré igualmente una palia, unos corporales, un vasito de vidrio y una caja de crema. Me alegré al verla, pues la crema vendría bien para muchas cosas, y en primer lugar para los enfermos. Pero mi sorpresa fue mayúscula al abrir la caja: había unas cuantas hostias grandes y pequeñas y la advertencia “sin consagrar” escrita con lápiz en el interior de la tapa. Faltaba lo más importante, el vino, y lo encontré también: un frasquito dentro de unos calcetines enrollados. ¡Qué buenos mis hermanos! ¡Qué bondadoso el Señor! Ya en 1939 el Papa nos había concedido por medio del P. General: “Si la persecución impide a los Padres decir la Misa en las iglesias y capillas, tienen facultad para celebrarla donde puedan, aun sin ornamentos sagrados, siempre que dispongan de vino y hostias verdaderas”.
El mismo día recibí por medio de mi buen amigo el médico –y de una procedencia completamente distinta- un Misal del P. Schott. Cuando el Señor me ayudaba de aquella manera por medio de aquellos valientes colaboradores y pasando por encima de tan graves peligros, no había dificultad que me pareciese insuperable para impedirme celebrar la Santa Misa en plena penitenciaria de las S. S. Confiaba en la protección del ángel de la guarda.
Ya en la noche siguiente, cuando todo estaba en silencio, me puse a decir la Misa en el ángulo muerto de la celda, entre el camastro y el muro de la ventana. El taburete me servía de altar. Con mucho, con muchísimo temor de que me pudiesen luego profanar el Santísimo Sacramento –lo que pudiera muy bien haber ocurrido-, pero con mucha mayor ansiedad y alegría interior, comencé el Santo Sacrificio. Durante la epístola y el evangelio me paseé de un lado al otro de la celda por si los centinelas me estaban espiando por la mirilla. Todo se concluyó sin contratiempo. Aquella consagración no la olvidaré mientras viva. Después del último evangelio recogí todas las cosas y las oculté debajo de una tabla del piso que no ajustaba. Tranquilo, emocionado, lleno de santa paz, hice mi acción de gracias.
Un colaborador insospechado
Me sobresaltó el ruido de la llave en la cerradura y el cerrojo de la celda al descorrerse. En el marco de la puerta se destacaba un guardián que me examinaba con atención y observaba también la celda. Él fue quien rompió el silencio:
-¿Ha enviado usted correo?
“¡Gracias, Dios mío! Parece que no ha visto nada”, pensé en mi interior.
-No.
-¿Por qué?
-Porque no puedo escribir.
-¿No tiene usted permiso para escribir?
-No.
Me trataba de usted, cosa que solo hacían los guardianes que tenían buen corazón.
-¿Tampoco puede fumar?
-Tampoco, pero eso no me importa.
-¿Y leer?
-Tampoco, y eso ya es más costoso.
-Y diga usted: ¿trabajar tampoco?
-Tampoco.
-¿Pues quién es usted para que le traten tan severamente?
-Soy sacerdote católico.
-¿Párroco?
-No. Un Padre, religioso
-¿De qué orden?
-Jesuita
-¡Bueno!, ahora comprendo. ¿De dónde es usted?
-De Baviera, de Munich.
-También yo soy de Baviera, y católico. Mis hijos son acólitos en la parroquia. Yo era aduanero y acaban de destinarme aquí. ¡Cuándo podré volver a Baviera! Tengo que hacer una ronda, pero vuelvo enseguida.
Efectivamente, al cabo de un rato lo tenía otra vez delante. Le pregunté
-¿Cómo va la guerra?
-Perdida. Todo está perdido.
Me daba lástima el pobre hombre.
-Oiga, le dije, conmigo puede usted hablar así. Pero tenga en cuenta que hay detenidos que…
-Ya lo sé. Ya tengo cuidado
-¿Qué va usted a hacer cuando caiga Berlín?
-No tenemos escape. Estamos perdidos.
-¡No!, repliqué. Atiéndame: usted es padre de familia. Usted no quiere ser de las S. S. Tráigame papel y lápiz y le daré una dirección para que cuando todo esté perdido pueda usted encontrar ropa de paisano y un refugio. Quiero ayudarle.
-¿Usted quiere ayudarme a mí? ¿Y usted mismo?
-Dios sabe lo que será de mí.
Se marchó sin más que entornar la puerta y regresó con papel y lápiz. Escribí unas líneas para Odilo y se las entregué. Fue entonces cuando se atrevió a preguntarme en voz baja:
-¿Qué puedo hacer por usted?
-Yo solamente deseo una cosa. Pero como es muy peligrosa para usted…
-¿De qué se trata?
-Si le es posible me gustaría que me trajese de la ciudad, hostias y vino de Misa.
-Bueno, pero ¿para qué?
-Para celebrar aquí la santa Misa
-Pero, ¿usted se ha vuelto loco?
-No. ¿Por qué?
-Decir misa en una penitenciaría de las SS. ¿Cómo se le ocurre? Eso es completamente imposible. Si le sorprenden le esperan los más duros castigos: las celdas del sótano y… Bueno, sépalo, no puedo traerle eso. Es imposible.
Yo le contemplé amistosamente, pero con firmeza, y le pregunté:
-Usted no traiciona nunca, ¿no es verdad?
-No, nunca.
-Pues entonces le diré que esta mañana he celebrado la santa Misa en esta misma celda.
-Pero, ¡por amor de Dios! Cómo… Bueno, le ayudaré y tendré en ello una gran alegría. Pero le pido una cosa. Ofrezca mañana la misa por mí y por los míos de Baviera, para que podamos encontrarnos después de la guerra.
Se lo prometí, nunca me falló. En lo sucesivo fue siempre él el que me procuró hostias y vino de Misa, y me protegió también en los momentos más difíciles. Así pude seguir diciendo Misa hasta los días que precedieron a mi salida de la penitenciaría, y repartir innumerables comuniones a muchos compañeros de prisión, católicos, sanos, enfermos y moribundos.
Volvían los carismáticos tiempos de las catacumbas.
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