A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío: no que de yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados (Sal 25(24),1ss).
Todo principio es determinante. La primera frase va guiando al novelista y al lector hasta el final del libro. En la primera Eucaristía del Adviento, la primera del año, esta antífona es lo primero, con ella comienza un nuevo ciclo de vivencia de los misterios del Señor.
¿Pero es esto lo primero? Lo nuestro siempre es algo segundo, siempre secunda la iniciativa de Dios. Ha sido Él quien nos ha llamado de la nada al ser, del pecado a la gracia, de la lejanía al hogar Paterno. Y un año más nos llama a irnos configurando a imagen del Hijo eterno. Del que era en el principio. Nuestra vida está en seguirlo, en responder a su llamada.
Y, secundando la llamada, comenzamos esta primera celebración con estas palabras. Hacia quien nos atrae, levantamos el alma, nuestra atención, todo nuestro ser. Momento para la esperanza en quien lo puede todo de quien no puede, si no le ha hecho Dios capaz. Hasta la confianza en su misericordia es un regalo. ¿Cómo elevar a Él nuestra mirada, nuestra necesidad, nuestra pobreza, si el antes no nos ha dado la riqueza de poder quererlo y hacerlo?
La ayuda de Dios no defrauda y, quien se ve rodeado de enemigos e incapaz de la victoria, comienza a obtenerla poniendo en Él su confianza. La participación en la victoria de la Cruz es nuestra fuerza.
[Un comentario a la antífona de comunión de este domingo de adviento lo tenéis
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