Miércoles, 27 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Dios visita las cárceles (2)

por Jorge López Teulón

Mi extraño campo de operaciones
 
Por fin me sacaron, por primera vez, al patio de la prisión para pasear. Ansioso de respirar aire puro y de poder caminar llegué allí antes que los demás. A los pocos instantes divisé al Hno. Moser, y sin que el centinela se percatase logré colocarme tras él en la fila de paseo. Por fin, podríamos vernos y hablarnos.
 
-¿Pasó ya algún interrogatorio?, le pregunté.
 
Hizo que sí con la cabeza y murmuró hacia atrás:
 
-¡Cómo mienten!
 
Los interrogatorios pretendían engañarnos. Decían: “-¡Vamos, sea sincero y confiese de una vez! Tal y cual han declarado ya todo y han suscrito. Tenemos preso al P. König y ha declarado todo lo contrario. El P. Delp ha sido expulsado de la Orden y ahora tiene un alto puesto entre nosotros; mañana les interrogará él mismo. (La verdad era precisamente todo lo contrario, aunque nosotros lo ignorábamos entonces: el P. Delp había pronunciado en la prisión sus votos solemnes de religioso y al P. König no le habían localizado). Hemos suprimido ya todas las casas de jesuitas y encerrado a muchos de ellos. Aquí están las declaraciones de los otros: lea usted”.
 
Esta tortura mental, y el estar rumiándola día y noche completamente solo, sin ocupación, sin libros, sin breviario, sin nada, únicamente con las cadenas, estaba destinada a quebrantar nuestra firmeza.
 
El paseo era el tiempo de las grandes gracias espirituales, la ocasión para que los presos pudiesen confesarse. Pronto corrió entre todos que yo era sacerdote católico, jesuita. Por eso al formarse las filas de tres para el paseo, que se hacía en círculos concéntricos, se ponían en los primeros puestos cerca de mí, todos aquellos que querían confesarse. A veces era fatigoso, y siempre muy arriesgado, pero también indeciblemente consolador. Cuando acababa con los penitentes de una fila debía pasarme a la otra. Pero, ¿cómo lograrlo? Había un procedimiento: dirigirme sin permiso a uno de los vigilantes para preguntarle algo. Él se dirigía a mí como un energúmeno:
 
-¡Alto! Vuelva a las filas, o si no…
 
Y yo me volvía, pero no a mi sitio de antes, sino junto a aquel que quería confesarse. Naturalmente, no podíamos hablarnos mucho; pero la sola absolución les comunicaba una alegría, una paz y una fortaleza superior a toda ponderación.
 
Más tarde todo se hizo aún más sencillo. Los presos me enviaban por escrito a la celda furtivamente, por medio de los centinelas adictos, sus confesiones y una palabra en clave o una contraseña para el próximo paseo. De este modo en un solo paseo podía dar un gran número de absoluciones. Para entonces ya estaba todo “organizado”.
 
Además, había algunas cosas en el ambiente exterior que mitigaba nuestras penas internas: por ejemplo, el espíritu de colaboración suscitado por nuestra común desgracia. Una vez estábamos paseando en círculo mientras 8 ó 10 transportaban arena. Al pasar oigo a uno de ellos, buen amigo, que me dice en voz baja:
 
-Padre, la absolución.
 
-¡Sí, Dios mío!... Pero, ¿cómo juntarnos?
 
Vi en el camino un enorme agujero lleno del fango y agua de las últimas lluvias, y sugerí rápido:
 
-Mete con fuerza la carretilla en el bache.
 
Y seguí en el círculo. Al volver a pasar por allí, a la vuelta siguiente, sonreí abiertamente como quien dice: han cargado tanto el carretillo que no pueden sacar la rueda del agujero. Era el momento oportuno. Un compañero gritó en voz alta:
 
-Caramba, otra vez. A ver, alguno que venga a ayudar a sacar la rueda.
 
Y en un instante nos acercamos tres o cuatro, temiendo que los centinelas nos echasen para atrás. Pero no lo hicieron. Y de ese modo, mientras nos afanábamos en torno a la carretilla, dando la espalda al centinela oí sus confesiones. Teníamos la carretilla casi del todo fuera, cuando me dicen dos compañeros:
 
-Por Dios, Padre. Nosotros no hemos estado ahí dentro, y querríamos confesarnos.
 
-Bien, responde otro. Adentro con la carga.
 
            Y volvió la rueda al hoyo enfangado. Cuando todos estuvieron despachados –me parece que tengo aún en los oídos aquel “Gracias, Padre; ahora somos increíblemente felices”-, la carretilla se puso “definitivamente” a salvo. Y lo más curioso fue que el centinela que nos vigilaba, que era uno de los más chinches, comentaba mientras volvíamos del agujero:
 
-Eso está bien. Eso es compañerismo.
 
Y el mayor cómplice había sido el Señor, Jesucristo, que socorría la necesidad de sus ovejas.
 
 
Los extraños oficios de un cuarto de baño
 
Un día se abre la puerta de mi celda, y uno de los carceleros, que entretanto se había hecho buen amigo mío, me dice a bocajarro:
 
-Padre, ¿quiere tomar un baño caliente?
 
Yo no acababa de entender: un baño, un baño caliente en la penitenciaría de las SS, ¡un baño! Debí poner tal cara de tonto. Y repentinamente me grita, lleno de cólera:
 
-¡Fuera con él! Y añadía en voz baja: -Tráigase la toalla y jabón.
 
Le obedecía como un sonámbulo y salí de la celda tras él. Volví a la realidad en un segundo: tenía delante de mí a diez de los más temibles agentes de las SS.
 
-¿Dónde va ese?, preguntó uno de ellos al carcelero, mientras me señalaba con el dedo.
 
-Al “buró” (expresión que entre los carceleros quería decir tanto como al interrogatorio, a recibir una paliza, a la tortura). Eso le irá bien. Espero que tengamos hasta bien entrada la noche.
 
Eran, todo lo más las 9,30 de la mañana. El carcelero me ordenó con desdén:
 
-¡En marcha! De prisa, de prisa.
 
Cuando los de las SS ya no podían oírnos, se apresuró a decirme:
 
-Padre, esos tipos son tontos. Sígame rápido, al sótano. Entre en la habitación donde oiga silbar... Todo estará listo para un baño.
 
Y desapareció. Hice lo que me había dicho. Apenas entrado en el pasillo del sótano oigo silbar a alguien apenas perceptiblemente, y una voz en la oscuridad que me dice:
 
-Aquí, Padre.
 
Se abre una puerta:
 
-¡Entre, de prisa!
 
Ante mí había una figura enorme, casi gigantesca, con un rostro extraordinariamente bondadoso.
 
-¡Alabado sea Dios! ¿Ha ido todo bien?
 
¡Oh! ¡Cuánto tiempo hacía que no oía el “alabado sea Dios”!, tan tradicional en mi país para saludarse. Contesté a su saludo y pregunté:
 
-¿Dónde estoy?
-En un cuarto de baño.
 
-¿Quién es usted?
 
-El encargado de los baños, respondió con pensativa sonrisa.
 
-Entonces, ¿no es esa su profesión?
 
-No, Padre. Yo era director general de unas grandes minas de carbón.
 
-Y, ¿cómo ha venido usted aquí?
 
-Como tantos otros. Quise proteger a los míos, alimentarles y tuve un lío con esos tiranos que viven en el derroche, y no quieren dar nada; me denunciaron y aquí me tiene.
 
-¿Desde cuándo?
 
-Hace medio año.
 
-¿Tiene noticias de su esposa y sus hijos?
 
-Solamente por medio ilícitos.
 
Le expresé mi condolencia. Me dio la mano. Le temblaba la voz.
 
-Bien, dije. ¿Qué he de hacer?
 
-Padre, usted merece algo bueno, un baño caliente.
 
-¿Cuánto cuesta?, le pregunté sonriendo (no había muchas cosas gratis en la prisión).
 
-Un puro o tres cigarrillos para el oficial encargado de todo esto. Se contenta con ello, y no le interesa quién se baña. Pero ya sé que usted no fuma, y su importe ya está pagado. Y mire, si se acerca la ronda de vigilancia, se esconde detrás de ese montón de carbón; hay un pasillo sin salida y se puede meter a rastras por él. Si el vigilante no trae perro, no le encontrará.
 
En la pieza de delante había dos bañeras, y en la de al lado las calderas y a continuación las carboneras.
 
-Vaya, un poco de paciencia, Padre, y en seguida tendremos agua caliente.
 
Llamaron a la puerta. Mi corazón empezó a latir con fuerza.
 
-Esté tranquilo, Padre. Los vigilantes peligrosos no llaman a la puerta. La abren sin llamar.
 
Fue a abrir y entró un recluso, antiguo alumno de nuestro colegio “Stella Matutina”, de Feldkirch.
 
-Alabado sea Dios, Padre.
 
-Por siempre.
 
-Parece que le extraña verme por aquí.
 
-Así es. Me extraña un poco.
 
-Yo también vengo “a tomar un baño”. Pero antes, Padre, hay otra cosa. Mañana es la vista de mi proceso ante el tribunal popular. Me lo juego todo y debo estudiar bien cómo de he comportarme. Por eso le ruego que haga lo posible por ayudarme, qué tengo que decir y cómo.
 
Entonces empecé a darme cuenta por qué me habían llevado a la sala de baños. Recorrimos detenidamente su caso, comentándolo sentados en un pequeño escaño junto a la pared. Cuando acabamos, me dice el recluso:
 
-Bien, Padre. Y ahora, lo principal. No sé cómo irán mañana las cosas. Lo que Dios quiera. Me va la vida o la muerte. Usted, Padre, ayúdeme en lo principal: quisiera hacer una confesión general.
 
-Y comenzó: “-En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
 
Cuando acabó me dijo:
 
-Padre, se lo agradezco mucho. Dio se lo pague. Ya estoy preparado para todo. He traído un poco de pan y de embutido: vamos a tomarlo juntos, y después podrá bañarse. Tendrá que estarse aquí todo el día hasta bien entrada la noche. Los de las SS piensan que está usted en el interrogatorio. Lo tenemos bien organizado. Vendrán una serie de reclusos católicos para confesarse; estamos en Cuaresma y pronto será Pascua. Que Dios le proteja.
 
Nos despedimos cordialmente. Debió salvarse. Era padre de cuatro hijos. La gracia de Dios, poderosa y suave, aliviaba nuestra prisión.
 
 
La gracia de Dios triunfa en la cárcel
 
La gracia de Dios se mostraba, una vez más, suave y eficaz en medio de los ataques aéreos. De nuevo habían vuelto a caer enormes cantidades de explosivos en las cercanías de Moabit. Esta vez en la estación Lherter. Tenía la ventana abierta, por fortuna había salido intacta, y descorrida también la cortinilla obligatoria para que la luz no se filtrase al exterior durante los ataques aéreos. En esto se abre mi celda y entra un hombre con un cesto de herramientas.
 
-¿Es usted el Padre?
 
Yo había aprendido a ser prudente. Con frecuencia se asesinaba a los detenidos durante los bombardeos, y luego se publicaba un parte diciendo que habían perecido durante el ataque. Así que me limité a preguntar:
 
-¿Qué pasa?, pero esta vez el temor era infundado.
 
-¿Qué tal está su cortinilla?
 
-¡Perfectamente!
 
-No, no está buena.
 
-¡Caramba! Vaya si está buena. Si sabré yo.
 
Antes de que yo hubiese acabado de hablar soltó la cortinilla e hizo en ella un agujero por el que hubiera podido meter la cabeza. Estuve a punto de encolerizarme y lanzarle de allí por las malas, pero algo había allí que me hizo contenerme y decirle sonriendo:
 
-Efectivamente. Ahora tiene usted razón. La cortinilla está defectuosa.
 
-Pero, Padre, ¿es posible? ¿No entiende? ¿No se da cuenta de que quiero hablar con usted? Solo puedo quedarme si tengo trabajo en su celda. Si no, tengo que marcharme. ¡Ay, Padre -añadió sonriendo-, qué malas entendederas tiene usted!
 
Dios mío. ¡Mira que si llego a echarle de allí a cajas destempladas!
Se me vuelve el buen remendón (que fuera de la cárcel había ocupado una importante posición), y me dice:
 
-Padre, creo que vendrán por mí esta noche. Por lo tanto, estos son mis últimos momentos y quiero ponerme bien con Dios. Querría contarle todos los azares de mi vida y pedirle después la absolución. Escuche, Padre, la absolución. Soy protestante, pero quiero la absolución.
 
-Bien, repuse yo, comencemos; cuénteme usted todo.
 
Estuvimos charlando un rato. De repente se levanta, sale de mi celda, cierra, regresa, abre, remienda el agujero -todo ello para no infundir sospechas a los guardianes por una permanencia excesiva- y para seguir teniendo trabajo y ganar tiempo hace otro desgarrón mayor mientras acaba su narración.
 
-Hemos tenido suerte. Todo ha ido bien. Deme la absolución de la Iglesia católica.
 
Nos pusimos juntos en oración, pidiendo al Señor fe, esperanza, caridad, perfecto arrepentimiento y resignación. El iba repitiendo mis palabras.
 
-Y ahora voy a darle la bendición, y quede completamente tranquilo. Usted ya ha hecho cuanto estaba en su mano, y Dios ya le ha concedido su gracia.
-Padre, si usted quiere, también la bendición. Pero sobre todo la absolución. Por desgracia los protestantes han perdido la absolución; los hombres han echado por la borda los sacramentos. Cuando esta noche me toque morir, querré haber recibido la absolución.
 
Yo estaba profundamente conmovido. No sabía qué hacer. Le pregunté:
 
-¿Está usted válidamente bautizado?
 
-Sí, pertenezco a una familia de arraigada fe religiosa.
 
-¿Cree usted en la Santísima Trinidad y en Jesucristo?
 
-Sí, Padre.
 
-Cuando esta noche entre en la eternidad, ¿querría usted haber creído y obrado siempre conforme a la voluntad de Dios?
 
-Por supuesto, Padre. Querría haber sido católico ya hace mucho tiempo. Pero ahora dese prisa, Padre, mucha prisa. Tenemos los minutos contados y yo no me voy de aquí sin la absolución.
 
Se la di. Realmente había hecho todo cuanto estaba en su mano… debíamos evitar a toda costa que nos sorprendieran hablando de religión. ¡Qué contento y qué feliz salía aquel hombre de mi celda!
 
-Padre, ayúdeme a dar gracias a Dios. Ahora ya puede venir lo que quiera. A pesar del miedo, estoy tranquilo. Y si me sacan esta noche, me voy derecho al cielo.
 
Efectivamente, aquella noche fueron por él. Pero no le mataron. Más tarde fue puesto en libertad y cumplió su palabra.
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