Domingo, 22 de diciembre de 2024

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La Revolución de Cristo

por Guillermo Urbizu


No hay otra. Quiero decir que no hay otra revolución tan revolucionaria como la de Cristo. Puede que la mayoría de las veces apenas se perciba (tanto es el ruido y la mentira y el órdago), pero en Él todo se trastoca, cambia. La revolución de las almas, de los corazones. La revolución de la Cruz. En la cruz del dolor y de la impotencia. Redimidos del pecado. De cualquier pecado. Resucitados con Él, con Cristo. Resucitados a la intimidad de Dios. Día a día conversos, rezando con los labios y con nuestros actos. Por la gracia en primera línea de batalla, en primera línea de fe, de coherencia, de lucha contra Satanás y contra nosotros mismos. ¡Son tantos y tantos los defectos! La revolución de Cristo: el Amor. Su propia esencia. El mundo cree que puede vivir sin Él, o contra Él. Chapoteando en las ciénagas de los vicios más soeces, o en la soberbia más taimada. El mundo sin Dios se transforma en una angustia que se proclama en consignas o en ideologías lúgubres. Y el hombre tarde o temprano estalla, cuando no siente la ternura de Dios en su vida corriente, estalla, enferma, salta o disparata. Aunque disimule en máscaras y disfraces e hipótesis metafísicas. Aunque se cisque en lo divino. Los hombres no pueden más, por dentro están destrozados, hechos añicos. Necesitan sumarse a la revolución de Cristo para recomponer unos corazones que de nuevo latan, y vivan una vida interior, espiritual, de verdad humana. La revolución de Cristo está abanderada por la paz, y por la libertad, y por la caridad, y la piedad, y por la alegría de Su gloria. Pero sobre todo es una revolución filial y sacramental. La revolución de los hijos de Dios, que ya no estamos dispuestos a pasar una más. Empezando por nosotros: ni un pecado más. Y si caemos pedirle en seguida la mano al Señor, primero en el confesionario y luego en la oración. El cimiento de esta Revolución (voy a escribirla ya con mayúscula) está en la Hostia que comulgamos y adoramos. ¿La adoramos? ¿La recibimos adecuadamente, con educación humana y sobrenatural? Hostia Santa, Cuerpo de Cristo: nuestra fortaleza y perseverancia en la lucha está ahí, en la Eucaristía. La Revolución de Cristo es una Revolución que no desprecia a nadie. Cristo murió por todos. Dios no da por perdida a ninguna alma. A ninguna. A ninguna. Ni siquiera a esas que se pueden imaginar como imposibles. Lo dicho: a ninguna. La Revolución de Cristo es el amor de Dios y la inimaginable sensibilidad de María cantando por toda la eternidad el Magníficat. La Revolución de Cristo es llevar las bienaventuranzas a la calle, es decirles a los amigos que o santos o nada. O santos o esto es un disparate, una pantomima. La Revolución de Cristo es santificarnos en la política, en la cocina, en la literatura, en el taller… ¿Dónde si no? La Revolución de CRISTO-AMOR es Su Revelación en la historia. Dios vive entre los hombres, pero quiere vivir dentro de cada uno y de cada una. Él es la Revolución absoluta. Él es la Verdad y el Camino. La Luz. El alma del universo, del arte, de la historia. Hora es de hacer algo por los demás. Hora es de apostar por Dios, de entregarle la vida. Entera. La Revolución de Cristo es la misericordia y el perdón, es la pureza sexual y de afectos (la pureza no quiere decir idiotez mental, quiere decir respeto y amor completo), es hablar sin complejos de lo cristiano. ¿He dicho entregarle la vida? Sí, entregársela, para que fructifique en esa felicidad que tanto nos incumbe (aunque nos hagamos los distraídos en variado surtido de pamemas). Decirle a Dios: “Oye, que aquí me tienes, cuenta conmigo”. ¿Qué otra cosa es la Revolución de Cristo que esa puesta a punto de cada alma? Sólo así cambiará todo. Sólo así -con nuestro sí a Dios- volverá la claridad al mundo. Y el gozo. Y se desvanecerán las tinieblas.
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