Filiación divina
por Guillermo Urbizu
"Llenos de alegría por ser hijos de Dios"
(Para Isabel Álvarez)
Dios es mi Padre. El mismo Dios, el Único Dios.
El que hizo de la nada la Belleza, el universo y las delicias
de la vida. El mismo Dios que en Su ordinaria Providencia
se sacó de la manga la alegría, cada átomo de energía,
la brisa, la inteligencia del hombre, las palabras en todos los idiomas,
los ángeles o la música que se desliza según dicen por las esferas
de los planetas (o esa otra que escuchó Johann Sebastian Bach o san Juan
de la Cruz "do mana el agua pura").
El que Es es mi Padre y me hizo y me sostiene. Él,
Dios Amor, mi Padre. Eterno y verdadero. Asiento de la Sabiduría.
Cada día es un pasmo, un matiz infinito
de Su Ser, de Su entrega, de Su cuidado. Hijo Suyo.
A Su imagen y semejanza Suyo. De ahí mi alma,
mi canto, mi gozo, mi alabanza, mi personalidad. Mi alma,
que Le anhela, que Le busca, que Le quiere, que se emboba
en cualquier destello de luz en el que pueda ver Su mirada.
Dios mío, Dios Padre, el Dios del mar Rojo que se abre. Y yo
Su hijo, el más ínfimo, pero Su hijo, del todo,
que contempla la filigrana de Su maravilla en los nervios de una hoja
o en un atlas o en unos versos de Andrés Fernández de Andrada,
o en aquella mujer que pintó Joan Llimona i Brugera escribiendo una carta.
Soy Su hijo, hijo de Dios. Hijo de Su redención y Sangre.
Hijo del dulce maná que es Su gracia en medio del páramo espiritual donde vivo;
hijo del sonido de las trompetas de Jericó y del Cielo prometido;
hijo, en fin, de Su Amor, cotidiano y místico.
Dios y mi alma, Dios en mi alma, católica y romana,
apostólica y una al lado de María.
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