Mártires españoles (II)
MARTIRIO, MÁRTIR
“Martirio” es la traducción al griego de nuestra palabra “testimonio”, “declaración”; lo mismo que “mártir” lo es de “testigo”, del que da fe. Desde el relato de la lapidación de San Esteban, la palabra “mártir” y su derivada, “martirio” hacen su entrada en la literatura revestidas de un significado nuevo. Por su estructura siguen siendo un vocablo; por su contenido ideológico adquieren el valor de fórmula. “La muerte cruenta por haber confesado a Cristo, es martirio”; “el que muere por ser cristiano, es el mártir”. Con las persecuciones romanas, estas palabras pasan a otros idiomas distintos del griego, sin que sean traducidos, ya que con el bautismo cristiano, su concepto se hace universal.
El martirio es un acto de afirmación, de fortaleza, de responsabilidad.
“Sentado en su tribunal, el procónsul pregunta: “¿Cómo te llamas?”
El bienaventurado responde: “Ante todo y como mi primer título de gloria, mi nombre es Cristiano; si además te interesa saber cómo me llaman, mi nombre es Carpo”.
El procónsul continúa: “Sin duda alguna que conoces los decretos imperiales, por lo que se os manda adorar a los dioses… y por lo cual te aconsejo que te acerques y que los adores”. (Se hace referencia al edicto de Marco Aurelio promulgado en estos términos: “Los que profesaren su fe, sean decapitados; los que la negaren, sean puestos en libertad”. O apostasía o martirio).
“Yo soy cristiano, adoro a Cristo, el Hijo de Dios… Haz lo que quieras, pero yo no puedo adorar a los espectros engañosos de los demonios, porque quienes les adoran son semejantes a estos”.
Procónsul: “Debes adorar, porque así lo manda el Emperador”.
Carpo: “Los vivos no adoran a los muertos. Vuestros dioses ni aún hombres fueron, y si no pueden morir, es porque nunca existieron”.
El proceso toma aire de polémica que el procónsul corta violentamente: “¿Sacrificas o no?”
Carpo: “Es imposible que yo sacrifique, nunca lo hice, ni lo haré”.
Inmediatamente el procónsul mandó que fuese colgado y se le arrancase la piel. Carpo seguía clamando: “Soy cristiano, soy cristiano, hasta que, desfallecido, quedó sin poder articular palabra”.
Hay un acto de afirmación: “Soy cristiano; adoro a Cristo, el Hijo de Dios”; profesión de fe que exige una fortaleza indomable y serena: su testimonio se sanciona con la muerte; pero es una decisión fruto de un principio de responsabilidad: “Yo no puedo adorar a los demonios; los vivos no rinden adoración a los muertos; ni he sacrificado en mi vida, ni lo haré jamás”.
LA PROFESIÓN DE CRISTIANO
Analizados los decretos imperiales que durante el periodo romano de la Iglesia naciente se promulgaron contra esta, se observan dos tipos de redacción. En uno se castiga el mero hecho de ser cristiano; en otros, que son los más, se prescinde del presente o del pasado cristiano y se atiende solo al futuro. Van estos últimos en forma de dilema: o dejar de ser cristiano o morir, se intenta hacer apóstatas, y con la merma de las filas cristianas, engrosar el número de las de los idólatras.
En los primeros es otro el procedimiento. La sola acusación, más o menos probada de cristianismo, es un crimen, que tiene la pena capital por sanción. El emperador Valeriano dictó así el apartado de uno de sus decretos de persecución: “Los obispos, los presbíteros y los diáconos sean inmediatamente decapitados”. El juicio es sumarísimo; ni se requieren pruebas, ni son necesarias declaraciones ulteriores.
Cuando, por el contrario, el problema de la apostasía se plantea el proceso es más lento. Durante el forcejeo entre el representante imperial y el cristiano, a quien se juzga, las profesiones de fe han de ser más solemnes, su relieve se palpa más, porque el motivo de la lucha y de los tormentos se dirige a este fin. Mas cuando se trata de eclesiásticos –y vuelvo otra vez a lo mismo para dejarlo bien grabado- cuando se trata de castigarlos, porque lo son, la lucha es casi inútil, y del todo innecesaria la profesión verbal solemne, pues son las obras mismas las que hablan.
El Pontífice Sixto II es descubierto en las catacumbas de Pretextato, celebrando la Santa Misa en unión de cuatro diáconos, el 6 de agosto del 528. Los que le encuentran llevan la orden de acabar con los obispos y demás ministros del culto cristiano. Tienen un obispo, a quien han descubierto “in fraganti delicto”, ¿para qué han de solicitar nuevas declaraciones? Allí mismo ejecutan la orden recibida y la sangre de los ministros de Dios son la mejor rúbrica del cristianismo y la fe de los asesinados.
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