De la prohibición noruega de levantar una mezquita en el país
por Luis Antequera
El Gobierno noruego ha prohibido que en su suelo se levanten una serie de mezquitas financiadas con capital saudí. Para ser exactos, no ha prohibido propiamente la construcción de los templos, algo que según se informa, sería ilegal en el país escandinavo, sino su financiación, algo para lo que la legislación sí capacita al Gobierno.
La defensa de la controvertida decisión ha tocado al Ministro noruego de Asuntos Exteriores Jonas Gahr Stor, quien al hacerla, no se ha referido tanto a la financiación de la misma como al auténtico fondo de la cuestión:
“Sería una paradoja y antinatural aceptar las fuentes de financiación de un país donde no hay libertad religiosa”.
Añadiendo:
“La aceptación de ese dinero sería una paradoja, ya que una comunidad cristiana que se asienta en Arabia Saudí está cometiendo un delito”.
Pero lo verdaderamente importante de la decisión noruega es lo que sigue, ya que el ministro ha ido aún más lejos anunciando que “Noruega llevará el asunto ante el Consejo de Europa”, donde defenderá su resolución reclamando que las decisiones de esa naturaleza que en adelante se tomen en cualquier país europeo, se adopten en base a la más estricta reciprocidad con los saudíes.
Se trata de un toro tomado por los cuernos. De un lado, la elevación del tema a un foro internacional suficientemente representativo a nivel europeo, toda vez que el Viejo Continente parece no tener las ideas muy claras en lo relativo a los principios que deben presidir su relación con el islam y con los países islámicos. Y de otro lado, y más importante aún, la reclamación de algo que siempre debió presidir la relación entre cristianos y musulmanes, o entre cualesquiera dos religiones que se precien: la reciprocidad, una reciprocidad resultado de la mutua aceptación de la legitimidad para profesar el culto. Toda otra política queda invalidada de antemano por no responder al más elemental principio que debe regir cualquier relación humana: el equilibrio, la paridad, entre lo que las dos partes dan. Un principio cuya negación implica la aceptación tácita de una de las partes, la que recibe menos, de que la otra está dotada de mayor legitimidad que ella misma. Algo en lo que Europa no debe transigir.
Y es que de la misma manera que a todo el que participe en un sistema democrático se le ha de exigir que respete las reglas del mismo, a todo aquél que pretenda beneficiarse de la libertad de culto se le ha de exigir que la respete también él.
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