Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Das vida y santificas todo

por Guillermo Urbizu


Ese es Dios. Vida y santidad. Nuestra vida y la posibilidad de nuestra santidad. La vida de todo y la santidad de todo. La vida del todo y el amor del todo. El pasado domingo, durante la Santa Misa, se me quedó esta frase de la liturgia como grabada a fuego. La repetía una y otra vez por la calle. “Das vida y santificas todo”, “das vida y santificas todo”. Hasta en voz alta. La escribí en mi libreta de apuntes, citas y demás pensamientos. La sigo diciendo. Mi vida es mi vocación por la santidad. O será un fracaso. La verdadera vida, la Vida real, es la unión con Dios. La unión y el camino que nos lleva hacia ella en medio de los más singulares avatares. El camino de lucha, de coherencia, de saber que no estamos de moda; el camino tal vez del sufrimiento y puede que de cierta rebeldía. Vida y santidad. Santidad y vida. Entraña de nuestros días y de la más que probable y continua oscuridad. Sentido de la existencia. Poesía de nuestro caminar. Vida que se santifica por el hecho de amar. Santidad que nos vivifica y resucita de la tibieza, de la comodidad de una vida que creemos vida pero que no es tal vida, sino un remedo de la Vida, una caricatura que nos engaña.
 
“Das vida y santificas todo”. No hay más que mirar, tener ojos y un poco de sensibilidad. Bulle la vida, pero bulle más la gracia, la gloria de Dios. Bulle entre el resplandor de la luz y de los colores. Dios nos da la vida -¿tenemos conciencia del Don?-, y con ella la gracia, que nos sostiene, nos impele, nos perdona. Todas las avenidas del mundo, sus calles, las vías del tren, las carreteras y hasta los caminos más agrestes y humildes tienen como destino la santidad. La vida del hombre sobre la tierra es ese recorrido de amor. Aunque de continuo haya tentaciones, trampas, coacciones, y lleguemos a pensar que la fiesta va por otra parte, que sin Dios se vive mejor, más tranquilo. Pero, ¿qué clase de vida puede haber sin Dios? Y nos perdemos en los espejismos de la imaginación o de razones demasiado interesadas, en infelices e intrincados laberintos. La soberbia nos atenaza, nos deja el alma maniatada, o seca. ¿Qué pasa entonces? Pues pasa que Dios da la Vida, la auténtica Vida, ésa que no muere ni se pudre. Pasa que un amigo nos habla. Pasa que de pronto no podemos más y nos echamos a llorar. Pasa que somos de carne, pero también de espíritu, y que un buen día nos sobrecoge el sonido de unas campanas o una anciana rezando en un rincón de una iglesia. Pasa que estamos hechos para la santidad, para ser felices, para trascender la idiotez y la frivolidad.

El corazón de multitudes se va apagando en cosas que no llevan a Dios. Es decir, que no son camino de santidad, de alegría cien por cien. Hay un gigantesco negocio de enmascaramiento de la realidad de las almas. Y de la realidad del mundo. Un maquillaje de considerables proporciones. Nos dejamos engañar a veces, o puede que otros quieran permanecer engañados en esa deformación de la vida, y del amor de Dios, que nos da la Vida y santifica todo. ¿Seremos de los conformistas? Ya lo he dicho antes: sólo hay que mirar a nuestro alrededor. Sacar el alma por los ojos y ver, asomarnos a la Belleza de cada detalle que constituye la Creación. Este cielo tan azul, el beso de nuestra mujer (o del marido), la melodía de la lluvia… Es la Gloria de Dios que se nos ofrece cada mañana, que nos urge por nuestro nombre y nos quiere santos (nada de medianías). Si queremos, por supuesto. Si estamos dispuestos a tomarnos el amor y la vida y la fe en serio.
 
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