Antífona de comunión TO-XXVI.2 / 1 Juan 3,16
por Alfonso G. Nuño
En esto hemos conocido el amor de Dios: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos (1 Jn 3,16).
En varios momentos de la celebración, como ocurre en la comunión, se muestra el Cuerpo de Cristo para la adoración de los fieles. Sí, "se" muestra, pero es Él quien se nos da a conocer. Es el ministro, pero es el Señor quien se pone ante nosotros. Es un tiempo para el reconocimiento y conocimiento del que se me hace presente y ahí, en la mostración de lo adorable, está la llamada a la adoración.
Esta presencia del Señor no es un abstracto, no es descontextualizada. La Eucaristía, digámoslo una vez más, es memorial del misterio pascual, es sacrificio. Por ello, en ella conocemos, por fe, el amor de Dios, porque se nos hace presente quien da la vida por nosotros y somos testigos y partícipes de su oblación. Adoramos el cuerpo entregado y la sangre derramada por nuestra salvación. Adoramos el amor de Dios.
Y la llamada a la adoración del sacrificio de la Cruz, hecho de una vez para siempre, va de la mano de la llamada a la comunión con ese sacrificio. La participación en la Eucaristía queda manca si el comulgante no se convierte él mismo, en unión de la víctima pascual, en oblación, si su vida no se hace un sacrificio conforme al Logos.
Esta entrega, unida a la de Cristo y por ello fecunda, va tejiendo el cuerpo de Cristo, su Iglesia, con lazos de amor crucial. Dar la vida por los hermanos es amarnos los creyentes los unos a los otros como Cristo nos ha amado. La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo nos lleva a entrar activamente en la comunión del cuerpo eclesial de Cristo.
En ese amor crucial de unos por otros, en esa entrega mutua, los no creyentes conocen que somos discípulos del Señor. Así la Iglesia da perceptibilidad, ante el mundo, del Cuerpo resucitado del Señor. El amor mutuo es signo que da credibilidad al anuncio de la Resurrección, es también llamada.
[Un comentario a la otra antífona de comunión lo tenéis aquí]
Esta presencia del Señor no es un abstracto, no es descontextualizada. La Eucaristía, digámoslo una vez más, es memorial del misterio pascual, es sacrificio. Por ello, en ella conocemos, por fe, el amor de Dios, porque se nos hace presente quien da la vida por nosotros y somos testigos y partícipes de su oblación. Adoramos el cuerpo entregado y la sangre derramada por nuestra salvación. Adoramos el amor de Dios.
Y la llamada a la adoración del sacrificio de la Cruz, hecho de una vez para siempre, va de la mano de la llamada a la comunión con ese sacrificio. La participación en la Eucaristía queda manca si el comulgante no se convierte él mismo, en unión de la víctima pascual, en oblación, si su vida no se hace un sacrificio conforme al Logos.
Esta entrega, unida a la de Cristo y por ello fecunda, va tejiendo el cuerpo de Cristo, su Iglesia, con lazos de amor crucial. Dar la vida por los hermanos es amarnos los creyentes los unos a los otros como Cristo nos ha amado. La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo nos lleva a entrar activamente en la comunión del cuerpo eclesial de Cristo.
En ese amor crucial de unos por otros, en esa entrega mutua, los no creyentes conocen que somos discípulos del Señor. Así la Iglesia da perceptibilidad, ante el mundo, del Cuerpo resucitado del Señor. El amor mutuo es signo que da credibilidad al anuncio de la Resurrección, es también llamada.
[Un comentario a la otra antífona de comunión lo tenéis aquí]
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