Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Si es que siempre me confieso de lo mismo

por Guillermo Urbizu

 
 

Pues claro. Tampoco te creas tan original. ¿Y de qé te vas a confesar? Pues de esos pecados que tanto frecuentas por falta de fe y de lucha, por falta de amor y de confianza en Dios. No te acabas de creer que con Él puedes. Que no eres sólo tú. Y te acostumbras. “Soy así”, “no tengo remedio”, “es mi forma de ser (o de no ser)”, “nadie es perfecto”, “somos humanos”, etc. Pero ¡qué empeño el tuyo en pensar que no pasa nada a la hora de tantear la tentación! Ya lo creo que la tanteas, fiado de una supuesta experiencia o de tu fortaleza interior. Como si fuera un juego. Y caes. Estaba cantado. ¿Cómo no vas a caer si apenas rezas y buscas compensaciones y te justificas de mil estrafalarias maneras? Lo que tú crees vida interior apenas son unas avemarías o la apresurada misa del domingo o la bendición de la mesa. O puede que algo más, no lo niego. Es evidente tu falta de decisión, y la soberbia, y la pereza. ¿De verdad quieres ser santo? ¿O lo ves sólo como algo bonito, sí, y muy entrañable, pero al fin y al cabo lejano y demasiado incómodo o exigente?

Te cansas de caer, de ser tan repetitivo en tus pecados. Sientes vergüenza (a buenas horas). Más por ti que por amor a Dios. No, si malo no eres, pero te quedas en neutro, en apático. A medio camino de todo y de nada. Tibio no pocas veces. Es como si te diera igual. Que ya sé que no, que tu corazón quiere ser de Dios e ir al Cielo y tal. Bueno, ¿y para cuándo lo dejas? Pecar siempre vas a pecar, pero no vendría mal un poco de puesta a punto espiritual (para eso está la dirección espiritual, que orienta y exige), y dejar de engañarte de una vez con las medianías que sueles. ¡Cuánta compasión te tienes! Se trata de tomarte en serio a Dios, es decir, tu fe. Y el secreto de todo ello está en el amor, y el secreto del amor es la voluntad. El momento, la ocasión, el instante de decidirse. Hoy, ahora. Ya, por fin. Católico coherente, católico de frente. Confesándote con dolor y enmienda de lo mismo. Pues de lo mismo. Y con el mismo cura, si es posible. Esto es importante. Por aquello de ir a la raíz y al matiz, de sacar mayor fruto a la gracia del sacramento, de no conformarte. Sin buscar a otros sacerdotes comodines, no vaya a pensar el otro -cavilas-, el tuyo, que eres un desastre, un animal, un reincidente sin remedio o un solemne idiota.

Dios no se acostumbra a perdonarte. Te busca, te quiere. Le urge estar contigo (¿te urge a ti estar con Él?). Hay que ir rápido a confesarse. Raudo. A limpiar los ojos y el alma. A volver a empezar. Con más ímpetu en la piedad y en el testimonio de tu vida. Postrándote, de rodillas. Solo no puedes. Ni hablar. Es Dios el que te saca adelante, el que posa de nuevo en ti Su misericordia y logra que de cuando en cuando saborees la felicidad. Recuerda: “Jesús, mirándolo, lo amo”. Pues eso. Y eso es la confesión. Confesarse siempre de lo mismo es querer volver a Su mirada, es no conformarse con mentiras y tristezas lánguidas. ¿Te confiesas de lo mismo? Vale, bien, Satanás apunta siempre a tus puntos más débiles o desguarnecidos: a ese carácter que oscila o a ese corazón que se envilece. Confesarse es un acto de amor tan enorme que puede que perdamos de cuando en cuando conciencia de su magnitud eterna. Confesarse -si es de lo mismo pues de lo mismo y las veces que haga falta-, confesarse te digo es desear la santidad como único destino. Es confiar en Dios y desconfiar de todo aquello que nos aleje de Él.
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