Domingo, 22 de diciembre de 2024

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¿No es la Misa lo más importante?

por Guillermo Urbizu


 
Bueno, va, te decides. Si piensas que la misa es la médula del alma, como te demuestra la experiencia y las caídas, y la teología fundamental de la alegría -cuando la vives-, y la certeza de que Cristo ofrece por ti Su Vida, ofrece por ti Su amor incondicional y colmado. En presente, digo. Ofrece, te llama, te reivindica, te quiere. Bueno, pues eso, es normal que digas, que pienses, que te propongas de una vez por todas no faltar a la cita de la Misa, de la Eucaristía. Diaria, sí. Diariamente ir al encuentro de Dios, en tal calle, en tal iglesia, en el Calvario. Decidido. No más pereza, no más excusas. A primera hora del amor. En seguida. Presto. Cuando la mañana es de noche incluso. ¿Qué más te da el frío o el calor cuando es Dios el que sale a tu encuentro? Es lo importante, lo fundamental, lo crucial. Abrazar la Cruz con todas tus miserias, con esa indigencia espiritual tan poco ejemplar, pero tan de hijo. Lo primero del alma y del día: la Misa. Tu corazón sobre el altar, en la patena. Tu corazón transubstanciándose en el corazón de Cristo. Tu corazón desasosegado o cansado o voluptuoso. Allí, ofrecido. Allí, agraciado. Allí, endiosado.

 
¿Qué otra cosa importante tendrías que hacer tú en la vida? Nada. Lo primordial y más solemne era esa Misa. Es esta Misa diaria (que te está esperando desde el año 33, cuando gobernaba Roma Tiberio, seguramente allá, desde Capri). La necesitas con urgencia si quieres mantenerme firme, fiel, atento. Si quieres ser algo en la vida y tras la vida. Si quieres ser feliz, carajo. Si quieres -es a lo que estamos- ser Cristo de cuerpo entero, con el alma embebida de Sangre redentora. Si quieres no emborronarte de sombras o congojas. Bueno, va, te decides. No puedes vivir sin Dios. Tienes necesidad absoluta de tratarle, de comulgarle. Aunque te dé miedo dar tu vida por Él, aunque cuando salgas a la calle te olvides de Él en el primer semáforo o en... Pero es indispensable que te arrodilles ante Dios, junto a todos esos ángeles que ocupan todo el presbiterio. Adorando. Pese a que te distraigas con las vidrieras de tu fantasía. Es decisivo que estés allí. Libre. Tu presencia es parte de Su Providencia y de no sé cuántos misterios. Como también lo son tus descuidos o tantos extravíos. De tu parte haber ido, vencerte, amar un poco. De la Suya el resto, hasta la santidad. Amante, Padre, Amigo.

Pero fallas. No vas muchos días. No acudes al Gólgota y te quedas en casa mirándote las palabras y las manos desmañadas, mientras el mundo es una tremenda contusión e infección en el rostro desfigurado de Cristo. Y esos traumatismos por toda Su Alma, y ese Cuerpo dislocado. Te vence la molicie o la tibieza de un amor que va por rachas y que es rácano y que no sabe apreciar lo inefable de la felicidad unánime que es Dios Trino. Y te preguntas cómo es posible que Dios te espere. Es más, que no te lo tenga en cuenta. Y que cuando vas al día siguiente, o cuando sea, esté allí, como si nada. Como si todo. Dios mirando fijamente la puerta de entrada de la iglesia. Y cuando apareces sonríe y se encienden Sus ojos y las velas. Y vuelta a empezar. Ya no más, ya no más. Quieres ser más fiel, más decidido. Ah, y más puntual. Y decirle que te quedas. Aunque te vayas y trabajes y juegues con tus hijos y leas; seguir allí, ser tú en Él a lo largo del día, de la Misa cotidiana. Tú el altar y la patena y el cáliz. El deseo de amarle, de consolarle, de ayudarle a sacar adelante la historia de la salvación del hombre.
 
 
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