Una ciudad patas arriba
Y el fruto del relativismo, como hemos visto estos días, desemboca en la ley de la selva. Gana el más fuerte, el que más puede presionar, tenga o no razón. Y si no, que se queden más de dos millones sin poder ir al trabajo, al médico, a comprar, etc.
por José F. Vaquero
La capital del Reino de España, la ilustre villa de Madrid, se ha visto estos días convulsionada por una huelga, que todos los titulares coinciden en calificar de «salvaje». Huelga de metro, primero reduciendo los servicios a la mitad, y el martes y miércoles cerrando totalmente este servicio público (supongo que por algo se llama servicio, y público, además de por calificarle con un nombre más rimbombante).
Los periódicos, sobre todos los nacionales y regionales, repiten una y otra vez las opiniones de políticos y sindicalistas. Son, lo quieran o no, la voz de los gobernantes, de los políticos, de los que mueven a las masas, de los líderes, ya sea económicos, sociales o de gobierno. Pero, ¿qué opina la gente de la calle? ¿Cuál es la voz del ciudadano de a pie? ¿Qué se dice en los bares y cafeterías de barrio, en las paradas de autobús, en las esquinas o en los corrillos de trabajadores que bajan a echarse un pitillo a la puerta de la empresa?
Es interesante y aleccionador escuchar esas opiniones, y seguro que enriquecería a los altos políticos de nuestro país. Y en esa sabiduría popular se escuchan argumentos de Perogrullo, la incomprensión de quienes están sin trabajo, o cobrando la mitad que estos empleados por un trabajo temporal, con más estrés, sin apenas beneficios fiscales y con la espada de Dámocles encima de la cabeza, llamada despido o «reajuste de empleados». Se admira la pobre viejecita, o el estudiante de bachillerato, de que esgriman el derecho a la huelga y nos dejen sin el derecho a recibir un servicio público básico y elemental. ¿Cómo se come eso del «derecho a»? ¿O será que los derechos los inventamos y usamos como queremos, o sea, que son relativos? Ante estas discusiones, y el uso del derecho como bandera en uno u otro bando, me asalta la imagen de la sociedad actual: un mundo relativo y relativista, donde «todo depende». Y el fruto del relativismo, como hemos visto estos días, desemboca en la ley de la selva. Gana el más fuerte, el que más puede presionar, tenga o no razón. Y si no, que se queden más de dos millones sin poder ir al trabajo, al médico, a comprar, etc.
Amén de este problema que subyace en la sociedad actual, esta situación de caos en el transporte madrileño también nos invita a recuperar una de las frases típicas de la abuela: Nadie valora lo que tiene hasta que lo pierde. No es justo decir que el transporte público en Madrid funciona a la perfección, pero sí es honesto reconocer que funciona bien, con matices. Hay días de averías, de retrasos, que son los que recordamos. Pero hay muchos otros que realiza un verdadero servicio público, y facilita movimientos, viajes al trabajo, encuentros con amigos, gestiones varias… Estos días de caos también sirven para valorar lo que tenemos, máxime cuando lo hemos perdido.
Y esa actitud de valoración, de agradecimiento, de reconocimiento del servicio de otros, constituye una actitud muy positiva en la vida. Marca la diferencia entre el pesimista y el optimista, el perpetuo amargado y el que afronta la realidad con ilusión y alegría. ¿Cuántas veces damos gracias por lo que tenemos? La vida, la salud, la familia, los amigos, un trabajo. Y sobre todo por los dones más profundos que sostentan nuestra vida: un por qué y un para qué vivir, un saberse amado y amar, un sentirse hijo, hijo del mejor Padre que ha existido (Dios) y amado por la persona humana (y divina) más perfecta.
La ley de la gravedad en el hombre nos empuja a fijarnos en los problemas, en los momentos difíciles, en las situaciones duras. ¿Por qué no valorar también los buenos momentos, dar gracias por ellos, alegrarnos, y alabar al Señor, dador de todo don y de toda dádiva que recibimos?
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