Cuando el altar es la entrega de la vida
Tenían en torno a veinte años. Querían ser sacerdotes, pero Dios eligió para ellos el altar del más alto sacrificio para una misa que no acaba: dar la propia vida como testimonio de amor hacia Quien dio la vida por ellos. En la entrega más conmovedora, aquellos jóvenes se encontraron con la persecución violenta que terminó con su carrera hacia el sacerdocio deseado como respuesta a la vocación recibida. No son un tipo de víctimas que sucumben por el odio a la raza o la cultura, la clase social o la afiliación política. Son personas que dan la vida pudiéndose quedar con ella, en un gesto de suprema libertad con santo heroísmo, sólo posible por la gracia de Dios.
No lo entenderán quienes van por caminos que Dios no frecuenta, quienes calculan la crispación y usan de la mentira, quienes malmeten, calumnian e insidian, los camaradas de la oscuridad tenebrosa que no aman ni la luz ni la vida. La historia cristiana de España relata una historia paradójica en la carne de sus mártires: la bienaventuranza de la vida que sobrevive a la muerte maldita en aquellos cristianos matados por el odio a la fe entre los años 1934-1939. Fueron víctimas de la terrible confusión, la persecución enloquecida, la represión que en nombre de la libertad se trocó en liberticida.
Su beatificación no refiere el escarnio que sufrieron antes de morir, ni se quiere reconstruir aquel terrible escenario, ni siquiera se pronuncia el nombre de los verdugos, sus enseñas y sus siglas. Nada de eso constituye la memoria histórica de la Iglesia. Nuestro recuerdo es mucho más subversivo, por no nacer del resentimiento ni pretender reescribir la historia reabriendo heridas. No esgrime la provocación, sino hacer nuestras la gratitud y reconciliación que en estos mártires aprendemos: que en el paredón del odio no salió queja alguna de ellos; murieron amando a Dios testimoniando su belleza, y como hizo el Maestro, mirando a quienes no sabían lo que hacían, imploraban a Dios para ellos el perdón y la clemencia.
Para nuestra diócesis es una llamada a despertar nuestra fe quizás aletargada en una cómoda mediocridad. La memoria de estos mártires nos recuerda que aquí en Asturias ha habido hermanos nuestros que pagaron con su vida su condición de cristianos. Es motivo de conmovida gratitud y de emocionado homenaje eclesial. Para dar gracias por el inmenso testimonio creyente de quienes tanto amaron a Dios que supieron entregar su vida perdonando a quienes de ese modo se la arrebataban. Por eso, en medio de tantos callejones sin salida, de tantos absurdos y heridas, aparecen estos hermanos nuestros que son como una ciudad sobre el monte, el testimonio elocuente del verdadero amor, y en el candelero de nuestro tiempo la luz más encendida, porque murieron perdonando y cambiaron la muerte en vida, haciendo de la negra noche el más luminoso día.
Descansan en paz desde entonces. Los mártires cristianos han entrado en la vida. Así entraron nuestros nueve mártires seminaristas. Desde esa vida nos contemplan. Que todos ellos intercedan por nosotros, y que las personas más zarandeadas por la dureza de la vida y la perfidia de la muerte, puedan encontrar en estos nuevos beatos el consuelo, la fortaleza y la compañía. Que intercedan por sus familias y nuestro pueblo, por nuestros sacerdotes y de modo especial por nuestro seminario actual. Les encomiendo esta intención particular: el fortalecimiento de las vocaciones ya recibidas, y la acogida de las vocaciones nuevas que vendrán para ocupar los nueve sitios que ellos dejaron vacíos en nuestro seminario. Que la Reina de los mártires, nuestra Santina, nos cubra con su manto y junto a todos ellos nos acompañe hasta la otra orilla.
Publicado en Iglesia de Asturias.
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