Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

El Valle de los Caídos


El Valle es un modelo a imitar y no a destruir: cerrar los enfren­tamientos mediante ese diálogo, que es siempre posible a la sombra de la Cruz

por Luis Suárez

Opinión

Han saltado noticias a la prensa que afectan no sólo a la gran obra escultórica de Dávalos, uno de los mejores maestros contemporáneos, sino a la significación misma del monumento, que está provisto de dos valores esenciales, el artístico, que constituye el revestimiento, y el espiritual, significado precisamente por la Cruz. Es bien sabido que la idea partió del propio Franco, que no parece haber pensado nunca que sus restos llegarían allí, y entraba dentro de la norma que siguen todos los países de Europa de alzar un monumento que sea memoria de un gran acontecimiento militar. La novedad estuvo en que se pensase en que albergara los restos de caídos de ambos bandos. Una idea que tuvo sus contradictores pero que al final se impuso, permitiendo que personas de ambos bandos llegaran a sentirse unidas, dentro de la fe católica, en el espíritu de la reconciliación.

Poco antes de que se inaugurara el mausoleo, el cardenal Roncalli, que terminaba entonces su nunciatura en París y que no se había mostrado simpatizante con el Régimen español, visitó el Valle, acompañado por Alberto Martín Artajo, ministro a la sazón, y por don Ángel Herrera. Se trataba de personas muy significativas dentro de la ACNDP, que trabajaban para enderezar el rumbo de la nación hacia una superación de los odios y un entendimiento. Roncalli se mostró entusiasmado con la idea y cuando se convirtió en Papa, Juan XXIII, hizo de la iglesia del Valle una basílica, depositó un trocito de la reliquia de la Cruz de Cristo y otorgó esa indulgencia plenaria que se lucra en los Oficios del Viernes Santo. Si a esto añadimos la profunda significación que reviste la pre­sencia de los benedictinos, podemos entender los aspectos positivos. Sería un error emplearlo ahora como un objeto de enfrentamiento entre sectores políticos. La Cruz, no lo olvide­mos, no significa redención para unos partidarios sino para todos los seres humanos. El traslado de los restos de Primo de Rivera fue una concesión que, de acuerdo con los familiares del difunto, se hizo a la Casa Real, ya que don Juan de Borbón se había quejado de que se hubiese introducido una novedad en El Escorial que es panteón de reyes. De este modo se hacía una rectificación importante desde el punto de vista de la Monarquía. Es cierto también que con esta decisión se atribuía a la Basílica de Cuelgamuros un significado que no estaba en sus comienzos. Pero la memoria de Primo de Rivera merecía, sin duda, este relieve y consideración, teniendo en cuenta sus valores humanos. Las obras fueron largas y costosas aunque pronto se pudo comprobar que resultaban muy remunerativas. Durante años el Valle ha estado entre los monumentos más visitados. Los benedictinos rezaban y al mismo tiempo atendían a su propio sustento sin recibir otras ayudas que las limosnas de los muchos fieles que a ellos acudían. Tal vez se cometió entonces un error, por exceso de la buena fe. Se había establecido en España un sistema de redención de penas por el trabajo que permitía a los reclusos que lo solici­taban un acortamiento del tiempo de prisión y el cobro de un salario. El sistema se aplicó también al Valle. Tenían que solicitarlo los reclusos, se admitía únicamente a los de buena conducta, pero rebajaban en forma muy considerable su pena. Los que tomaron esta decisión no cayeron en la cuenta de un dato psicológico importante. El delincuente común se siente agradecido, pero el preso político no puede olvidar que en su conciencia, la sentencia que pesa sobre él es injusta, de modo que al concluir su estancia flotaba en el aire la idea de que se le había hecho trabajar injustamente. Es lo que ahora se maneja, con falsedad, pero con eficacia. Poco a poco el Valle ha ido modificando sus estructuras anímicas hasta convertirse en un precioso lugar de peregrinación en que se practica la adoración de la Cruz. Un día, no muchos años más tarde, el cardenal Ratzinger, que era una de las personas que gozaba de la más absoluta confianza de Pablo VI y luego de Juan Pablo II, habiendo participado en los Cursos de Verano del Escorial, quiso subir a la cumbre del Valle. Adoración de la Cruz, por tanto, del futuro Papa Benedicto XVI. Allí estaban ciertamente las cenizas de algunos mártires ya beatificados por la Iglesia. Pero lo que Ratzinger venía a decir –recuerdo muy bien la conferencia que nos dio en la Complutense– es que la Cruz no es otra cosa que signo de amor. Sólo puede edificarse una sociedad legítima y justa sobre dicho pilar. Si el amor es sustituido por el odio pagaremos las consecuencias. Y añadía: los jueces de Galileo se equivocaron, pero Galileo tampoco tenía razón: la ciencia y la técnica son valores, pero no absolutos. El ser humano necesita del espíritu.

Esto es lo que muchos españoles, venidos de bandos distintos en la superada Guerra Civil, hemos tratado de defender durante años poniendo de cuando en cuando la vista en esa Cruz que emerge teniendo como fondo las cumbres de Guadarrama. No se trata de invocar una memoria sino de superarla, poniendo la confianza en que llegue a ser posible un diálogo permanente dentro de los valores éticos que el cristianismo –y de un modo especial el benedictismo– han proporcionado como un patrimonio a la construcción de la europeidad. El Valle es un modelo a imitar y no a destruir: cerrar los enfren­tamientos mediante ese diálogo, que es siempre posible a la sombra de la Cruz.
 
Publicado en La Razón
 
 
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