Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Cisneros


Cisneros es el impulsor de la reforma católica española, pero no debemos confundirle con el creador de la misma que había tenido su inicio en el siglo XIV siguiendo las huellas del mallorquín Lulio, que también parece olvidado.

por Luis Suárez

Opinión

Se han cumplido quinientos años desde la muerte de un protagonista excepcional para la Historia de España, el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, que recorrió un largo camino desde la pequeña nobleza castellana hasta el gobierno de poderosos reinos sin olvidarse nunca de las ancas de los asnos que le conducían a la virtud de la humildad. En otro país se habrían alzado sonoros los recuerdos de tal acontecimiento, pero en España tenemos costumbre de olvidarlos. Curiosamente, la fecha coincide con aquella en que Martín Lutero decidió emprender el camino hacia la ruptura que ahora llamamos Reforma publicando aquellos puntos elaborados en Wittenberg y que al final han conducido a la fragmentación de la europeidad que ahora el Pontificado se esfuerza en reparar mediante el acercamiento de posturas. Con mucha corrección el cardenal español se había adelantado en dos puntos vitales: hacer de la Universidad de Alcalá lugar de encuentro entre tomistas y scotistas y poner la Biblia a disposición de todos los fieles. No hay duda de que la Complutense se sitúa kilómetros por delante de la versión luterana. La Iglesia al canonizar a Juan Duns Scoto acabaría dando la razón al primado español.

Cisneros es el impulsor de la reforma católica española, pero no debemos confundirle con el creador de la misma que había tenido su inicio en el siglo XIV siguiendo las huellas del mallorquín Lulio, que también parece olvidado. De este modo se habían sentado las bases de un humanismo que reconoce en la persona humana dos dimensiones que el luteranismo negaría: libre albedrío y capacidad racional para el conocimiento especulativo. De ahí se extraía la consecuencia de que el ser humano está dotado de derechos que deben calificarse de naturales porque se incluyen en su propia esencia y no son simplemente como ahora decimos el resultado de la voluntad política de quienes ejercen el poder. No se trataba de una simple contrarreforma como ahora se dice, sino de un salto adelante de grandes proporciones para la europeidad que era entonces esencialmente cristiana. Esa reforma que guardaba estrecha relación con Catalina de Siena y con la «devotio moderna» de donde De Kempis había adquirido ya tres dimensiones en el momento en que Francisco llegó al mundo. Con los jerónimos alcanzaba linderos de sabiduría e influencia. Los observantes franciscanos y dominicos querían volver al punto de partida en la existencia. Y los benedictinos vallisoletanos habían descubierto que no solo el cuerpo, sino también el espíritu debe ser «ejercitado» para alcanzar su meta. Pues bien, Cisneros procede de esa observancia que San Pedro Regalado pusiera en marcha a orillas del Duero. Buscó todos los medios precisos para poner en marcha esta rigurosa observancia suprimiendo las otras formas que se habían llegado a introducir en el franciscanismo haciéndolo más moderado. A sí mismo se aplicaba el principio. Siendo ya primado de España seguiría utilizando como lecho un colchón tendido en el suelo.

Otro error cometido en nuestros días consiste en creer que fue arzobispo de Granada. El primer arzobispo de esta diócesis en que se inauguraba el regio patronato que sería llevado luego a América fue su predecesor como confesor de la reina Isabel, fray Hernando de Talavera, que era jerónimo y prior de El Prado de Valladolid. Los jerónimos, que hoy son apenas una reliquia entre las Órdenes religiosas, revistieron enorme importancia en los tres siglos de tránsito hacia la modernidad. Suyos eran Guadalupe, Yuste y El Escorial. No hace falta entrar en más detalles para comprender la importancia que revestía esa reforma católica de la que Cisneros, al convertirse en confesor de la reina y en uno de los consejeros más escuchados, asumiría la dirección. De ahí que se le entregara la sede deToledo, que significaba también la primacía sobre todas las demás sedes episcopales cristianas. España defendería con empeño esta fórmula que hubiera podido servir de relevo al luteranismo, pero al final sería vencida por otro cardenal francés, Richelieu, que se situaba en el extremo opuesto anteponiendo la política a la religión y sumiendo a Europa en la cadena de guerras que no terminaría hasta 1945.

A los valores que Cisneros defendió han intentado tornar en 1947 los que llamamos padres de Europa y en 1963 el Concilio Vaticano II. Es sintomático que Wojtyla leyera su tesis doctoral sobre San Juan de la Cruz en el Angelicum de Roma, que es aún el barco de la más nítida observancia. Si tuviéramos que elegir entre las distintas aportaciones cisnerianas no tendríamos la menor duda en señalar la Complutense. Un proyecto que Isabel la Católica obligó a retrasar porque temía perjuicios para Salamanca y Valladolid, en donde Derecho y Medicina habían alcanzado la cumbre. Cisneros sostenía que la tarea principal de las Universidades –monopolio de la cultura europea– no estaba en el valioso comunicado de los saberes que explican la Naturaleza, sino en la maduración de la persona, ya que en esta se sitúa el progreso. Por eso en Alcalá todos los alumnos se instalaban en Colegios Mayores: era aquí en donde, al tiempo que se estudiaba y aprendía, se hacía el entrenamiento necesario para una vida mejor. También en este punto invocaba el lejano precedente de don Gil de Albornoz, fundador de Bolonia.

Cisneros actuó directamente en Granada como primado de España y aquí encontramos un pequeño error del que debemos aprender. Se opuso a Talavera, que quería llevar a la conversión de los antiguos musulmanes por la vía del ejemplo y de la fraterna caridad, sustituyéndolas por presiones duras y promesas halagadoras. Estuvo convencido de que alcanzaba un éxito, pero se equivocaba, pues así en lo más profundo de las venas entraba el odio. Hay que tener en cuenta que se estaba viviendo el tiempo de la expansión turca que superaba las crueldades. El cardenal intentaría establecer bases españolas en el norte de África, marcando el camino que medio siglo más tarde cerraría Lepanto.

Murió en Roa al encuentro con Carlos I, a quien debía entregar el patrimonio consolidado. Hombres como Cisneros son los que han dejado tras de sí el valioso patrimonio que aún puede percibirse en los salones alcalaínos. Un centenario valioso.

Publicado en La Razón el 26 de noviembre de 2017.

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