Una reforma católica
Es lícito usar las armas para defenderse del yihadismo, pero no está en ellas la solución: tenemos que apoyar ese islamismo de la primavera que ha recibido en Túnez una puñalada a traición. Y el único camino es compartir con él las grandes dimensiones espirituales a las que recurría Teresa de Jesús
por Luis Suárez
Celebramos el quinto aniversario del nacimiento de Santa Teresa. Hemos de evitar el error de que se trata de una figura singular; ella es término de llegada para una renovación de las raíces de la europeidad, las cuales se encuentran en el siglo XIV. De ellas podemos aprender mucho en nuestros días. En torno a 1328, cuando se hallaban sueltos los cuatro jinetes del Apocalipsis – como le gustaba decir a Roberto Sabatino López– Europa se debatía, como en nuestros días, a causa de una gran depresión económica, la ruptura del orden moral que, como dijera Petrarca, reduce el amor a un «desorden de las sensaciones», y el quebranto de las Universidades que se estaban convirtiendo en campo de batalla entre los que afi rman la realidad de las ideas y los que sostienen que los seres humanos son meros individuos de los que es posible servirse. En tres lugares de Europa que se definía entonces como esencialmente católica, se produjeron esfuerzos de reforma que intentaban devolver a la criatura humana su esencialidad. Los historiadores cometemos a menudo el error de creer que la Reforma se inicia con Lutero, que manejaba las tesis del individualismo nominalista y que a ellos opusieron después los católicos una Contrarreforma. La verdad es que ya desde el siglo XIV se producían esfuerzos minoritarios –son las élites y no las mayorías las que tienen razón– para restablecer las esencias de la europeidad. En Italia se buscaba la «observantia», retorno a las reglas de vida, en Renania una «devotio moderna» –su obra esencial, Kempis, se convertiría en la más vendida entre las impresas– y en España la «exertitatio spiritualis».
Es precisamente un arzobispo de Toledo, Gil de Albornoz, quien crea la Universidad de Bolonia en donde se afi rmaba que la principal tarea no es la acumulación de conocimientos siempre necesaria, sino la formación de la persona. En España, que estaba emergiendo de las guerras civiles causadas por la insania de Pedro I, se iba a producir la síntesis. Dos consejeros de aquel rey, que nunca le habían traicionado, Alfonso Yáñez y Pedro Fernández Pecha, buscaron el aislamiento en tierras de Guadalajara, para pensar. Un hermano del segundo de ellos, Fernando Yáñez, que como obispo de Córdoba, viajaba a Roma, encontró en el camino a Santa Catalina de Siena, renunció a la mitra y se convirtió en su discípulo enviando a España el texto de sus enseñanzas. Y así nació la Orden de los jerónimos, que da origen a Guadalupe, Yuste y El Escorial, tres pivotes para esa nueva cristiandad que no logran superar la división de Europa pero sí detener a los turcos otomanos en Lepanto y en Viena.
La Reforma católica logró restaurar muchos de los valores que procedían de la herencia romana, el sefardismo y el humanismo tardío. Los Jerónimos tomaron de Catalina ese cambio interior que defi ne a la persona humana. Teresa, muy estudiosa, descubrió en la devotio moderna esas Moradas que forman una especie de castillo interior. Fueron esas generaciones de españoles, durante dos siglos, las que lograron mayores aportaciones; esto explica también los latigazos que les proporcionó la leyenda negra, que también ha podido instalarse entre nosotros. En la serie televisiva de Isabel, tan ampliamente aplaudida, Torquemada aparece como el juez cruel que tortura en el proceso al supuesto
niño de La Guardia. Torquemada, que fue nombrado por el Papa venciendo la oposición de Fernando, se negó a admitir la denuncia, de modo que fueron los tribunales ordinarios los que juzgaron a los acusados de aquel crimen que nunca existió. El gran logro, y en el debemos poner nuestra vista en este quinto centenario, se halla en el descubrimiento que un benedictino de Valladolid, García Jiménez de Cisnero, hizo: del mismo modo que las dimensiones corporales necesitan de un entrenamiento así mismo las espirituales deben «ejercitarse». De este modo se dota a la persona humana de las condiciones para el progreso que como Ortega y Gasset explicaría más tarde no consiste en «tener más» sino en «ser más». Una tesis que también sostendría Karol Wojtila que en su tesis doctoral, en el Angelicum de Roma, se ocupa de San Juan de la Cruz. Ahora, ante las defi ciencias de la nueva depresión, las carencias morales, y el retorno de los fanatismos que hacen presa en el Islam, de aquella reforma debemos tomar las principales enseñanzas.
En primer término huir de los populismos materialistas. Sobre todo devolver a la Universidad su tarea formativa; se la está convirtiendo en escuela técnica, abandonando las profundas dimensiones del saber. Es útil recordar ahora que como una parte de aquella reforma, la Universidad de Valladolid recibió permiso para el empleo de cadáveres en el estudio de la Anatomía.
Europa necesita, para salvarse de las amenazas que pesan sobre ella una verdadera reforma moral. Hay que devolver al ser humano la calidad de persona, elevándole por encima de la individualidad que le reduce a un número cuando las papeletas se disponen en una urna.
Tenemos que restablecer el principio de que la autoridad, que es la que nos dice lo que debemos hacer, es buena, mientras que el poder es un mal necesario y menor como el bisturí que esgrime el doctor para operar y salvar vidas. En el nuevo Humanismo, que aún no ha llegado los valores espirituales deben tener prioridad. Gracias a aquella reforma América se alzó hasta ser un conjunto de naciones y no un enjambre de colonias. Allí está el futuro.
Pero Europa no tiene derecho a renunciar a él. Si hemos dado el primer paso, al cerrar la cuenta de las guerras europeas que se iniciaron precisamente en 1328, tenemos que cuidar de que no haya una vuelta atrás. Es lícito usar las armas para defenderse del yihadismo, pero no está en ellas la solución: tenemos que apoyar ese islamismo de la primavera que ha recibido en Túnez una puñalada a traición. Y el único camino es compartir con él las grandes dimensiones espirituales a las que recurría Teresa de Jesús.
© La Razón
Es precisamente un arzobispo de Toledo, Gil de Albornoz, quien crea la Universidad de Bolonia en donde se afi rmaba que la principal tarea no es la acumulación de conocimientos siempre necesaria, sino la formación de la persona. En España, que estaba emergiendo de las guerras civiles causadas por la insania de Pedro I, se iba a producir la síntesis. Dos consejeros de aquel rey, que nunca le habían traicionado, Alfonso Yáñez y Pedro Fernández Pecha, buscaron el aislamiento en tierras de Guadalajara, para pensar. Un hermano del segundo de ellos, Fernando Yáñez, que como obispo de Córdoba, viajaba a Roma, encontró en el camino a Santa Catalina de Siena, renunció a la mitra y se convirtió en su discípulo enviando a España el texto de sus enseñanzas. Y así nació la Orden de los jerónimos, que da origen a Guadalupe, Yuste y El Escorial, tres pivotes para esa nueva cristiandad que no logran superar la división de Europa pero sí detener a los turcos otomanos en Lepanto y en Viena.
La Reforma católica logró restaurar muchos de los valores que procedían de la herencia romana, el sefardismo y el humanismo tardío. Los Jerónimos tomaron de Catalina ese cambio interior que defi ne a la persona humana. Teresa, muy estudiosa, descubrió en la devotio moderna esas Moradas que forman una especie de castillo interior. Fueron esas generaciones de españoles, durante dos siglos, las que lograron mayores aportaciones; esto explica también los latigazos que les proporcionó la leyenda negra, que también ha podido instalarse entre nosotros. En la serie televisiva de Isabel, tan ampliamente aplaudida, Torquemada aparece como el juez cruel que tortura en el proceso al supuesto
niño de La Guardia. Torquemada, que fue nombrado por el Papa venciendo la oposición de Fernando, se negó a admitir la denuncia, de modo que fueron los tribunales ordinarios los que juzgaron a los acusados de aquel crimen que nunca existió. El gran logro, y en el debemos poner nuestra vista en este quinto centenario, se halla en el descubrimiento que un benedictino de Valladolid, García Jiménez de Cisnero, hizo: del mismo modo que las dimensiones corporales necesitan de un entrenamiento así mismo las espirituales deben «ejercitarse». De este modo se dota a la persona humana de las condiciones para el progreso que como Ortega y Gasset explicaría más tarde no consiste en «tener más» sino en «ser más». Una tesis que también sostendría Karol Wojtila que en su tesis doctoral, en el Angelicum de Roma, se ocupa de San Juan de la Cruz. Ahora, ante las defi ciencias de la nueva depresión, las carencias morales, y el retorno de los fanatismos que hacen presa en el Islam, de aquella reforma debemos tomar las principales enseñanzas.
En primer término huir de los populismos materialistas. Sobre todo devolver a la Universidad su tarea formativa; se la está convirtiendo en escuela técnica, abandonando las profundas dimensiones del saber. Es útil recordar ahora que como una parte de aquella reforma, la Universidad de Valladolid recibió permiso para el empleo de cadáveres en el estudio de la Anatomía.
Europa necesita, para salvarse de las amenazas que pesan sobre ella una verdadera reforma moral. Hay que devolver al ser humano la calidad de persona, elevándole por encima de la individualidad que le reduce a un número cuando las papeletas se disponen en una urna.
Tenemos que restablecer el principio de que la autoridad, que es la que nos dice lo que debemos hacer, es buena, mientras que el poder es un mal necesario y menor como el bisturí que esgrime el doctor para operar y salvar vidas. En el nuevo Humanismo, que aún no ha llegado los valores espirituales deben tener prioridad. Gracias a aquella reforma América se alzó hasta ser un conjunto de naciones y no un enjambre de colonias. Allí está el futuro.
Pero Europa no tiene derecho a renunciar a él. Si hemos dado el primer paso, al cerrar la cuenta de las guerras europeas que se iniciaron precisamente en 1328, tenemos que cuidar de que no haya una vuelta atrás. Es lícito usar las armas para defenderse del yihadismo, pero no está en ellas la solución: tenemos que apoyar ese islamismo de la primavera que ha recibido en Túnez una puñalada a traición. Y el único camino es compartir con él las grandes dimensiones espirituales a las que recurría Teresa de Jesús.
© La Razón
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