La liturgia inmutable del Oratorio de Londres
por Eduardo Gómez
Camino a Londres, jamás imaginé lo que allí me aguardaba. Tras días de turismo vivaracho, ya había concluido que Londres no era más que una efigie protestante venida a menos y deglutida por una mezcla informe de cosmopolitismo, multiculturalismo y pintoresquismo. Fue en éstas que recibí una recomendación providencial desde España: visitar una iglesia católica llamada iglesia del Inmaculado Corazón de María, más conocida como Oratorio de Londres.
Cruzando Hyde Park y siguiendo por la Avenida Cromwell, reputado perseguidor de católicos, allí estaba la iglesia. Nada más franquear el umbral ya se podría entender por qué no era tránsito para viajantes curiosos: aquello no era solo una iglesia, era un fortín celestial, donde ni el discurrir de los siglos ni la evolución tenían ninguna clase de chance. Las fotografías y demás carantoñas turísticas estaban terminantemente prohibidas. La oscuridad y la luz se combinaban con una armonía mayestática. Había misas en latín, y los fieles comulgaban de rodillas como un solo hombre. El ensordecedor tráfico londinense pasaba sin pena ni gloria por la puerta del oratorio: un ruido de coches y ómnibus que sonaba como un rebuzno en medio de una sinfonía imperturbable. Y es que de la Providencia provienen hasta los sarcasmos.
En esa iglesia que honra al cardenal John Henry Newman, a Tomás Moro y a todos los mártires caídos a manos de la férula protestante, se encuentra el bastión del tradicionalismo católico en Inglaterra: un reducto de eternidad que deja en evidencia tanto el dogma de la evolución como la evolución del dogma. Allí mismo recordé lo que un maestro del mundo marcial me dijo una vez: “Obviar las formas y protocolos es el primer paso hacia la decadencia".
Obviamente el aserto atendía al mundo marcial, pero, tomando aquella frase de José Antonio Primo de Rivera de que “lo religioso y lo militar son los dos únicos modos serios de entender la vida“, la liturgia se corresponde con la disciplina marcial que conduce a la Iglesia católica en su larguísimo peregrinar. La crisis de fe comienza con la relajación de la liturgia, con la sustitución de las formas tradicionales, luminosas en su marcialidad, por un ludismo inconexo con el sentido trinitario. Nada es casual en el camino que conduce al reino de los cielos. De aquel gran adagio, “Guarda el orden y el orden te guardará a ti“, no está libre nadie. Si la tradición es el transmisor de la Revelación, desandar sus caminos alienta al fantasma de la perdición.
Según Santo Tomás, que entendía el alma como primer principio de vida, el alma intelectiva es la forma del cuerpo. Si el conjunto lo componen la forma y el fondo, la liturgia vendría a ser el alma intelectiva de la santa misa, asidero del depositum fidei [depósito de la fe] en la Eucaristía. Así lo entiende el tradicionalismo católico que se hospeda en el corazón de Londres, más allá de Hyde Park, al final de la Avenida Cromwell, en el barrio de Brompton, en un lugar conocido como Oratorio de Londres, donde el reloj de la evolución quedó hecho jirones, donde la liturgia, tal como el alma, es inmutable. Aquí las modas, las reformas, los cismas y demás digresiones no tienen cabida. No es lugar para consensos, ni de rezo para escépticos, ni diván para veleidades, ni coloquio para modernistas. No hay mota de progreso que haga cosquillas en Brompton, allí las luces proceden del cielo y Dios es atemporal.
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