Condones rotos
Se ha divulgado durante los últimos días un vídeo repugnante en el que unas muchachas apenas púberes vejan, escupen e insultan a una pareja de hispanoamericanos en el metro. Por supuesto, el vídeo ha provocado inmediatos rasgamientos de vestiduras entre toda la parroquia sistémica, según la consabida receta que exige exponer de vez en cuando alguna monstruosidad estridente para que las monstruosidades atildaditas que invaden las almas de nuestra generación pasen inadvertidas.
Este vídeo repugnante nos sirve para ilustrar lo que ocurre cuando se ponen tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Las sociedades sanas, para evitar conductas tan aberrantes, se esmeran en educar virtuosamente a sus jóvenes (pero nadie puede dar lo que no tiene). Las sociedades decrépitas descuidan esta educación, o incluso fomentan una des-educación que debilita todos los mandatos morales; y, una vez que todos los demonios de la aberración han sido liberados, se dedican a perseguirlos desnortadamente, con mucho rasgamiento de vestiduras y mucho aspaviento de escándalo. No hay más que reparar en el atuendo de esas muchachas, en las palabras indecentes que emplean, en su orgullosa chabacanería, para advertir que son hijas de nuestra época; no podrían serlo, en realidad, casi de ninguna otra.
Esas muchachas han recibido, en efecto, una educación que hace escarnio de lo que los romanos llamaban las «virtudes domésticas»: la honestidad, el decoro, la modestia, la templanza, el pudor, etcétera, aunadas en caridad. Y a cambio, han sido atiborradas de eslóganes e ideología barata, que las hace sentirse «empoderadas», que les permite volver a casa «solas y borrachas», que pone a su disposición un supermercado de géneros que, a la vez que destruyen su femineidad, incitan a imitar las degeneraciones masculinas más sórdidas, del matonismo a la coprolalia. Y, coronando su empoderamiento, no tienen rebozo en mostrar un racismo de taradas, dirigido contra personas de una raza que fundió su sangre con la nuestra y adoptó nuestra lengua para amar y rezar, para gozar y sufrir; personas a las que consideran producto de un «condón roto». Esas muchachas apenas púberes, como toda su generación, han sido además formadas en los estereotipos de la Leyenda Negra, que cuando arraigan en el alma acaban incubando dos tipos de monstruos aparentemente antagónicos, pero íntimamente complementarios: los que cristalizan en odio hacia la propia patria, considerándola podrida y genocida; y los que cristalizan en odio hacia los pueblos hispanoamericanos, considerando que ese fantasioso genocidio fue merecido.
Todo este potaje de miseria moral, con derivaciones menos estridentes, bulle en las almas envenenadas de nuestra generación. Pero si toda esa mercancía ha invadido las almas es porque previamente esas almas fueron vaciadas de aquella fe que convierte nuestro cuerpo en templo del Espíritu y el cuerpo del prójimo en la misión de nuestro amor. No puede haber fraternidad verdadera sin el reconocimiento de una paternidad común; y una sociedad que ha perdido la noción de ese vínculo que une horizontal y verticalmente a hombres y mujeres acaba extraviando también una visión antropológica cabal, para gangrenarse penosamente. Entretanto, por supuesto, podemos escandalizarnos farisaicamente con las avanzadillas más estridentes de esa gangrena en marcha, mientras aplaudimos primores de la civilización como la eutanasia, que sólo florecen allá donde los cuerpos han dejado de ser templos del Espíritu y misión de nuestro amor, para convertirse en el producto de condones rotos.
Publicado en ABC.