Soldado Ryan
por Eduardo Gómez
Salvar al Soldado Ryan pasa por ser uno de los exitazos más sonados de Steven Spielberg. El drama belicista aguarda el drama de la existencia humana y la toma de decisiones constante que jalona nuestras vidas. Aquello por lo que apuesta cada hombre en los frentes del Amor y de la Guerra. En contra del papanatismo antibelicista, hay más amor con mayúsculas en las historias del frente que en las pasiones mundanas, tan en boga, que tan a menudo se trocan en un frente sin amor.
La historia real en la que se inspira el largometraje fue la de cuatro hermanos que fueron a la guerra y solo uno salvó el pellejo. Los otros tres habían caído, fue entonces cuando un capellán del ejército decidió apartarle del frente para evitar la tragedia familiar completa. El verdadero Ryan fue un paracaidista cuyos hermanos cayeron en combate el día D. Una vez localizado, fue llevado de vuelta a casa. Se llamaba Frederick Niland. Es un hecho que las autoridades británicas y estadounidenses acabarían oficializando la dispersión de los hermanos que iban al frente, como medida de guerra para evitar semejantes desenlaces. Por aquel entonces la protección de la familia todavía era cuestión de Estado, hasta en la guerra.
Las mejores obras pueden ser producto de la inconsciencia, o en todo caso lo mejor de ellas. Hay misiones que acontecen en el frente que sigilosamente llevan el Espíritu bajo el brazo. ¡A saber si Spielberg conocía que dentro de lo que se traía entre manos había una historia cuya espiritualidad planeaba por encima del desembarco de Normandía, a mayor altura si cabe que los aviones estadounidenses que sobrevolaban las playas francesas un 6 de junio de 1944! Unas interpretaciones de tronío, un reparto de lujo, una fotografía extraordinaria, o la escena del mismísimo Desembarco de Normandía tal vez serían los hechos más destacables para el buen amante de la gran pantalla, pero había algo asombroso y preternatural, para ser tiempos de trinchera, en la prodigiosa cinta de Spielberg: paradójicamente, la vida de un solo hombre valía más que la de un pequeño batallón.
En medio de la guerra y del horror se dignificaba de una manera singular la vida humana: todos al rescate de un solo hombre. La vida de un soldado al que hay que encontrar, poner a salvo y llevar de regreso a casa con su familia era el deber sagrado que había detrás de aquella frase del capitán Miller: “No estamos aquí para hacer cosas decentes, estamos aquí para cumplir las putas órdenes”. El pequeño destacamento cuya supuesta misión era salvar al soldado Ryan consigue romper, con la sencillez propia del mundo marcial, con las máximas de una época: las causas geopolíticas no están por encima de las personas, la mayoría que sojuzga a las minorías se pone al servicio del individuo, la Jefatura del Estado Mayor da prioridad a las familias sobre las conflagraciones mundiales y la civilización se sobrepone a las tormentas y defecciones que protagoniza.
¡Cuántos hombres hay que pasan una vida entera aferrados a una causa sin saber que no hay mayor causa que dar la vida por cualquier hombre, como el soldado Ryan! Su madre, la señora Ryan, lo agradeció. Aquellos siete soldados a las órdenes del capitán Miller dieron sus vidas para encontrar la de uno solo. Su guerra fue salvar a un hombre y proteger a una familia. Lo consiguieron. Una vez más, Dios está en todas partes.
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