Redimensionar la pederastia
El mal existe, no se puede negar. Está ahí, presente ante nosotros. Y hay que cogerle con las dos manos, la de la justicia y la del perdón
por José F. Vaquero
La Iglesia ha sido noticia en estos días. No es frecuente comer un domingo viendo, entre las diversas noticias del telediario, a un Papa hablando desde la ventana de su biblioteca. Si hasta dicen que el Benedicto XVI ha rezado el Angelus en la plaza de san Pedro. Pero no nos engañemos: la noticia no es la Iglesia, ni Benedicto XVI. La noticia son los abusos sexuales de algunos sacerdotes y religiosos. Sí, es verdad, una triste noticia, escandalosa, más preocupante por tener como protagonistas a quienes deberían educar y cuidar, amar (en el más puro sentido de la palabra) a esos grandes y pequeños que les son confiados.
La Iglesia es escandalosamente mala noticia, preocupante. Pero conviene redimensionar bien las noticias y datos que nos llegan. Esto no quita ni un ápice la maldad del hecho, su reprobación, ni excusa a quienes lo han cometido. Pero nos ayuda a ver las cosas en su justa medida. El sector clerical, religioso de la Iglesia implicado en estos delitos es de unos 300 fundadamente acusados, sobre un total de medio millón de hombres y mujeres. El dato no justifica a quienes han cometido el delito; pero en este mundo de cifras, de datos, de corrientes de opinión y medios de comunicación, nos ayuda a encuadrar el problema.
La Iglesia está inserta en la sociedad del siglo XX y XXI, con los puntos buenos y malos de esta sociedad contemporánea. Como el mundo en el que vive, y porque está formada por hombres y mujeres de esta época, tiene grandes virtudes y grandes peligros. Y uno de estos peligros, presente entre los curas igual que entre los profesores, los ginecólogos, los psicólogos, los abogados o los economistas (por citar algunos colectivos) es de la pedofilia y la pederastia. No estamos sólo ante un pansexualismo. Donde no hay relación entre dos personas sino entre dos aparatos sexuales; estamos ante el abuso, el uso deshonesto, de un ser contra otro. ¿No escuchamos a veces el reproche de que la Iglesia vive aislada y lejos de la sociedad actual? He aquí un ejemplo de lo contrario.
Algunos han catalogado este crimen, incluso, de imperdonable, y se escandalizan de que la Iglesia sea capaz de perdonarlo. La Iglesia lo perdona, igual que Juan Pablo II perdonó a Ali Agca su intento de asesinato, del que se salvó de milagro (nunca mejor dicho). Juan Pablo II le perdonó, y lo reconoció públicamente, pero no pidió su excarcelación ni la cancelación de su pena. El perdón no está reñido con la justicia. Y perdonar no significa ponerse un pañuelo en los ojos y negar la evidencia; perdonar significa reconocer los hechos, comprender al abusador y al abusado, y exigir una satisfacción por el mal infringido.
El mal existe, no se puede negar. Está ahí, presente ante nosotros. Y hay que cogerle con las dos manos, la de la justicia y la del perdón. La de la justicia, esclarecedora ante el mal cometido y ante el dolor de la víctima, y la del perdón, perdón que implica reparación y cambio.
Y a quienes no estamos directamente implicados en este mysterium iniquitatis de este mal tan abismal, ¿cómo nos afecta este hecho? Dos actitudes creo que son las correctas: en primer lugar la compasión ante las víctimas. Compadecerse no es decir un «Pobrecito» mezcla de una tristeza sensiblona y una acusación de ingenuidad. Compadecerse es «sufrir con», sentir pena ante el sufrimiento del otro. Y una segunda actitud es reconocer el bien que han hecho, que siguen haciendo, la inmensa mayoría de los curas y monjas que caminan en nuestra sociedad. Personas que aman a Dios y a los hombres de modo desinteresado y total, cuya única recompensa radica en difundir el amor de Dios. La actitud implacable ante este mal creo que no hace falta reseñarla; todos la tenemos presente.
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