Valores perturbados
por Eduardo Gómez
Si los que aman la Cruz odian la mentira, es imposible que los que aman la mentira no odien la Cruz. Cuestión de simetría teologal. Después de aprobar el anteproyecto de una aberración jurídica llamada Ley de Memoria Democrática, la vicepresidenta del Reino de España declaraba que no se podían tener en los espacios públicos ni símbolos ni elementos que “perturben los valores de la convivencia en nuestro país “. A estas alturas cualquiera sabe que el mayor símbolo del Valle de los Caídos es la Cruz. Con atrevimiento de frenopático y so pretexto de la “resignificación” del valle, la vicepresidenta añadió que esos símbolos y elementos ”afrentan a las víctimas”. Una verdad dicha del revés: los valores a los que alude la vicepresidenta, que tantos años llevan dividiendo y perturbando a los españoles, resisten la mirada de la Cruz como los vampiros toleran la luz del día. Las palabras de la vicepresidenta vienen a recordar una vez más que desde el ateísmo furibundo de los iconoclastas, el Estado aconfesional no existe, y que la Cruz siempre ha sido el enemigo número uno de cuantas ideologías ha parido la modernidad. Todas tienen como denominador común la reafirmación del hombre sobre Dios.
Para que laicidad y laicismo acaben siendo una misma cosa, basta con que unos cuantos hombres con poder sientan la tentación de acechar lo sagrado. Todos aquellos que se han estado creyendo que había una sana laicidad conocían mucho más de laicidad que al laicista en sí. ¿Qué es una sociedad laicista sino una argamasa de individuos enervados en cuanto se topan con una sotana y un crucifijo? La sociedad laica siempre ha sido el paraíso de los comecuras, teniendo como antecámara la aconfesionalidad del Estado, característica de la España del contrato (para entendernos, la de la Constitución).
Mientras la comunidad política de la nación católica se basó en la fe, la comunidad democrática de la nación política (degradada en constitucionalismo por los libres e iguales) se basó en la fe en las matemáticas. Gran enfermedad de la política. Cuando uno deposita su confianza en la enfermedad nunca llega el remedio. Porque las matemáticas no tienen más porvenir que el de la bondad del cálculo, y sin la Gracia, la razón no prospera: degenera. El gran error del catolicismo español fue caer en ese historicismo de “adaptarse a los nuevos tiempos”, tan conciliar. Contemporizar con los tiempos solo podía devenir en un sincretismo peligroso que los iconoclastas vampíricos detectarían más pronto que tarde como síntoma de debilidad.
Con semejante amenaza y los medios convencionales suministrando al pobre pueblo español alfalfa laicista con pesticida anticlerical a lo largo de cuarenta años, la Iglesia católica en España ha tenido que torear una sociedad política convulsa que ha devenido en un nihilismo terminal, en donde tipos y tipas, como los politicastros alérgicos a la Cruz, esperan la más mínima oportunidad para hacer de las suyas y convertir en herrumbre los símbolos cristianos. En eso están la vicepresidenta del Gobierno y el resto de la comitiva vampírica. Porque el hombre, además de animal político de corrillos parlamentarios, es, sin la autoridad divina y la buena filosofía, un animal salvaje. Un hematófago de todo lo que pueda considerarse un peligro para su hegemonía política. Puede parecer un principio desalmado, pero es el primero al que sirve su alma.
Ahora que el catolicismo apenas tiene presencia en la vida pública española, y que la jerarquía eclesiástica pinta menos en política que un mosquito en la puerta de un templo, los iconoclastas, apesebrados por la fe en las matemáticas del pobre pueblo español, han declarado anatema todos los símbolos y elementos religiosos del Valle de los Caídos. Al parecer, los difuntos allí enterrados cristianamente no podrán descansar hasta que los abades y los monjes del Valle salgan tarifando. Así es como en una democracia desmemoriada, cuyos dirigentes se ufanan de valores perturbados como la “resignificación” de lo sagrado, la luz omnisciente de la Cruz resulta insoportable. He aquí el mal vampírico de los iconoclastas.
Otros artículos del autor
- «Dilexit Nos»: maestros del corazón
- El juicio de los camposantos
- El escritor necesario
- Sana y olímpica laicidad
- Bruce Springsteen: un católico lo es para siempre
- La pasión de Barrabás
- La sublime belleza de la Cruz triunfante
- Los cuatro personajes de «Nefarious»
- En memoria de los «kirishitans»: la apostasía no es el final
- Oscar Wilde y el gigante egoísta