Igualdad y diferencia
por José F. Vaquero
Con frecuencia, más de la que nos gustaría, escuchamos sucesos y conflictos entre hombres y mujeres. Y no hablo sólo al ámbito familiar; también los escuchamos en el ámbito laboral o en las relaciones sociales. Oímos hablar mucho de igualdad, sobre todo en ciertos sectores. Igualdad laboral, igualdad en la familia, “igualdad sexual” (aunque no sé bien a qué se refieren con ello), etc. Parece que se nos llena la boca con esa palabra, que enarboló la famosa Revolución Francesa. Bajo capa de la igualdad, a veces incluso se rechaza, con demasiada rapidez, la diferencia. Parece que diferencia implica conflicto e igualdad convivencia pacífica. ¿De verdad es así? ¿Hubo convivencia pacífica en la victoria de la Revolución Francesa? ¿Ha habido convivencia pacífica en los regímenes del Este de Europa, que proclamaban la igualdad de todos los habitantes del Estado?
El tema no es fácil, y nos llega muy al corazón sentimental, a veces sin pasearlo tranquilamente por la razón. La dificultad aumenta cuando estos conceptos afectan a nuestro ser varón o ser mujer. Recientemente he dado un paseo intelectual, acompañado de una psiquiatra infantil, Mariolina Ceriotti, que ha pensado y rumiado mucho esta cuestión. Según ella, y creo que acierta bastante, es importante distinguir dos conceptos, aparentemente equivalentes: la diferencia y la desigualdad.
La diferencia, del latín dis-fero, significa llevar en la diversidad al otro, y a la vez ser llevado por el otro en esa misma diversidad. Básicamente, una relación recíproca entre dos que no son totalmente iguales. Pepito y Pepita son diferentes y siempre serán diferentes. La desigualdad, del latín dis-equalis, hace referencia a la no igualdad de derechos, derechos civiles y derechos humanos.
La diferencia, según algunos pensadores, procede de la desigualdad. Sin embargo, en nuestra sociedad actual, constatamos que, a medida que ha crecido la igualdad, igualdad de derechos ante la ley, principalmente la ley positiva, se ha ido derrumbando y corrompiendo la diferencia, el “llevarnos” los unos a los otros recíprocamente, caminando juntos hacia el bien. ¿Qué ha fallado en este proceso? ¿Qué podemos hacer para que los varones convivan mejor consigo sí mismos y con las mujeres, y viceversa, para que ambos crezcan juntos?
La diferencia, constata la dottoressa Mariolina, no depende de la ley positiva, la ley que ahora se pone por un acuerdo mayoritario y dentro de un mes se quita, también por un acuerdo mayoritario. La diferencia entre ambos sexos, es algo más profundo, más estable y sustancial, ontológico. Pero esta diferencia ontológica no conlleva una desigualdad, una no igualdad de derechos. Hablamos, por ejemplo, de la diferencia sexual, que es una diferencia intrínseca al ser humano, algo que no le podemos quitar sin destruirlo, igual que no podemos quitar las patas de una silla y decir que sigue siendo silla.
Es evidente, lo queramos o no. La diferencia salta a la vista viendo el cuerpo del hombre, varón o mujer. Y se trata de una diferencia que permea todas las células del cuerpo y toda la realidad interior y psicológica del ser humano. Nuestro cuerpo no es accidental, extrínseco, como una camiseta que nos ponemos por la mañana y nos quitamos cuando vamos a dormir.
Paso a paso, Mariolina va describiendo la psicología evolutiva del varón y de la mujer y su misma relación con el cuerpo, con el propio y con el de los demás. Esta relación nos configura. Y cada sexo se guía principalmente por una idea fuerte, que va estructurando su misma psicología.
Al varón le preocupa la potencia, potencia generativa y también potencia creativa. No se trata únicamente de generar nuevos seres humanos, sino también de generar nuevos pensamientos, nuevos proyectos, nuevos planes y realizaciones. Esa potencia le empuja a la competencia, que se desarrolla sanamente sólo cuando sale de sí y construye en beneficio de los demás.
La mujer, desde pequeña, tiende a crecer en la acogida. Sabe, mes tras mes, que puede ser aquella que acoge una nueva vida en su ser, decida aquí y ahora ser madre o no. La fuerza de su interioridad pesa en su psicología, y crece acogiendo al otro, al amigo, al compañero de trabajo, al marido, al hijo. Esta acogida no es ciega sumisión del otro que se acerca, es libre decisión de colaborar con el caminar del otro.
No se trata, ciertamente, de características puras, totalmente separadas, ubicadas en departamentos estancos. Pero sí de características importantes que no son fácilmente prescindibles o intercambiables. Caminando juntos, juntos en la diferencia, es como la sociedad progresa.
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