Dios bendiga a Alfie Evans
La civilización cristiana se forjó en la figura del mártir, la civilización moderna lo hace en una impostada fraternidad "derechohumanista" convertida a la hora de la verdad en el patíbulo de los indefensos.
por Eduardo Gómez
Hay hombres que pueden negar el pan y la sal a sus hermanos, pero no podrán impedir que el Padre de todos tome el testigo. Uno solo tiene hermanos si procede del mismo padre. La alternativa solo puede ser una fraternidad de factoría tan espuria como un euro de madera, de esas que se caen a las primeras de cambio y quedan hechas jirones.
No hay más que esperar a un caso en el que la criatura más indefensa del mundo, un bebé de apenas dos años con una enfermedad desconocida, quede a expensas del dictamen de jueces y médicos. Se llamaba Alfie Evans y le ordenaron morir. La desaparición forzada de Dios del horizonte del hombre moderno lo ha situado a las puertas de la locura. Pero no una locura cualquiera, sino la que conduce al suicidio. Decía Chesterton que la diferencia entre el asesino y el suicida es obvia: el asesino mata a un hombre, en cambio el que acaba con su vida mata a los hombres, pues en la medida de sus posibilidades aniquila el mundo. Ese hombre (el suicida) es la alegoría del mundo moderno. Es el antípoda del mártir cristiano (aquel que muere para dar vida a los demás). Así ocurrió a partir de la resurrección de Cristo. Fue el principio de una civilización y hoy tal vez estemos asistiendo a su suicidio. ¿La señal? la frivolización con lo que otrora era sagrado: la vida humana.
Es menester recordar aquella frase de Ramiro de Maeztu el día de su fusilamiento: “Vosotros no sabéis porque me matáis pero yo sí sé por lo que muero”. Los mártires son los grandes delatores de los suicidas. Los primeros mueren gloriando a los demás, los segundos lo hacen despreciando la vida propia y la ajena. ¿Puede una civilización que no sabe por lo que vive saber por lo que muere? La civilización cristiana se forjó en la figura del mártir, la civilización moderna lo hace en una impostada fraternidad derechohumanista convertida a la hora de la verdad en el patíbulo de los indefensos. No se les sacrifica con la fiereza del asesino sino con la frivolidad del suicida.
El caso de Alfie Evans no es la condena a muerte de un niño, es la de todos los hombres, porque se le ha exigido morir so pretexto de no conocer curación alguna y de su propio bien; es decir, ese aniquilamiento del mundo en manos del suicida, del que hablaba Chesterton, es ahora el fraternicidio: las personas no han de morir por los demás, han de hacerlo por su propio interés y cuando las autoridades correspondientes lo ordenen.
Aunque no todo son malas noticias: existe un aura milagrosa en este caso. Los médicos habían decidido quitar la respiración asistida a Alfie... y él se negó a morir y empezó a respirar por su cuenta durante varios días aun después de ser desenchufado. Escasos minutos le daban de vida, un juez había dictaminado que había que dejarle morir sin más, denegando la opción de trasladarle a Italia al hospital del Vaticano en busca de cuidados paliativos... pero Dios escribe derecho en renglones torcidos y, cuando Él está por medio, una máquina de soporte vital no resulta necesaria. Una vez más quiso dejar claro que Él nos dió la vida y solo Él la puede quitar. Hasta los golpes de mano del Altísimo más imperceptibles son demoledores. Alfie Evans no era útil para una sociedad terminal comandada por gerifaltes fraternicidas que desprecian la vida, pero no lo necesita, le aguarda el mejor de los reinos.
No hay más que esperar a un caso en el que la criatura más indefensa del mundo, un bebé de apenas dos años con una enfermedad desconocida, quede a expensas del dictamen de jueces y médicos. Se llamaba Alfie Evans y le ordenaron morir. La desaparición forzada de Dios del horizonte del hombre moderno lo ha situado a las puertas de la locura. Pero no una locura cualquiera, sino la que conduce al suicidio. Decía Chesterton que la diferencia entre el asesino y el suicida es obvia: el asesino mata a un hombre, en cambio el que acaba con su vida mata a los hombres, pues en la medida de sus posibilidades aniquila el mundo. Ese hombre (el suicida) es la alegoría del mundo moderno. Es el antípoda del mártir cristiano (aquel que muere para dar vida a los demás). Así ocurrió a partir de la resurrección de Cristo. Fue el principio de una civilización y hoy tal vez estemos asistiendo a su suicidio. ¿La señal? la frivolización con lo que otrora era sagrado: la vida humana.
Es menester recordar aquella frase de Ramiro de Maeztu el día de su fusilamiento: “Vosotros no sabéis porque me matáis pero yo sí sé por lo que muero”. Los mártires son los grandes delatores de los suicidas. Los primeros mueren gloriando a los demás, los segundos lo hacen despreciando la vida propia y la ajena. ¿Puede una civilización que no sabe por lo que vive saber por lo que muere? La civilización cristiana se forjó en la figura del mártir, la civilización moderna lo hace en una impostada fraternidad derechohumanista convertida a la hora de la verdad en el patíbulo de los indefensos. No se les sacrifica con la fiereza del asesino sino con la frivolidad del suicida.
El caso de Alfie Evans no es la condena a muerte de un niño, es la de todos los hombres, porque se le ha exigido morir so pretexto de no conocer curación alguna y de su propio bien; es decir, ese aniquilamiento del mundo en manos del suicida, del que hablaba Chesterton, es ahora el fraternicidio: las personas no han de morir por los demás, han de hacerlo por su propio interés y cuando las autoridades correspondientes lo ordenen.
Aunque no todo son malas noticias: existe un aura milagrosa en este caso. Los médicos habían decidido quitar la respiración asistida a Alfie... y él se negó a morir y empezó a respirar por su cuenta durante varios días aun después de ser desenchufado. Escasos minutos le daban de vida, un juez había dictaminado que había que dejarle morir sin más, denegando la opción de trasladarle a Italia al hospital del Vaticano en busca de cuidados paliativos... pero Dios escribe derecho en renglones torcidos y, cuando Él está por medio, una máquina de soporte vital no resulta necesaria. Una vez más quiso dejar claro que Él nos dió la vida y solo Él la puede quitar. Hasta los golpes de mano del Altísimo más imperceptibles son demoledores. Alfie Evans no era útil para una sociedad terminal comandada por gerifaltes fraternicidas que desprecian la vida, pero no lo necesita, le aguarda el mejor de los reinos.
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