El fracaso de un falso credo
El racionalismo dogmático y totalitario se convierte en un escorpión que, por error de cálculo, resulta víctima de su propia picadura venenosa: los argumentos capciosos empleados por sus descreídos fieles para denostar el cristianismo se vuelven contra su propio credo.
por Eduardo Gómez
Chesterton decía: “No se trata de atacar la autoridad de la razón sino de defenderla”. Lo tenía por costumbre. La historia revela que el racionalismo exacerbado, portador de importantes desmanes en el ámbito intelectual, no solo no lo explica todo, sino que además lo distorsiona.
A ese racionalismo le ha correspondido el dudoso honor de utilizar la filosofía para reemplazar a la religión. Algunas de las filosofías racionalistas son las que han desencadenado las ideologías que ayer, hoy y siempre, han sido remedos diabólicos de la religión y desde el mundo pagano han tratado de borrarla del mapa.
El caso del marxismo ha sido el más flagrante de los tiempos modernos. Implementado durante y tras la revolución rusa, derivó en el comunismo, cuyos dogmas eran el ateísmo más ferviente y virulento (Lenin lo convirtió en religión de Estado al establecer en la constitución comunista de 1918 la laicidad del Estado y la libertad de propaganda antirreligiosa) y la sacralización de una nueva clase elegida para dirigir el mundo: el proletariado. Esa clase social que un día instauraría el paraíso en la Tierra.
Las ideas de Marx fueron la fuente de inspiración de una religión: el comunismo, donde el ateísmo y el proletariado mesiánico eran elementos incuestionables en la doctrina. Así lo pone de manifiesto con gran solidez Nicolás Berdiaeff en su magnífica obra El cristianismo y el problema del comunismo.
De modo no menos dogmático, del liberalismo brotó con anterioridad la creencia en el capitalismo como guardián de la propiedad privada, y en la soberanía juiciosa del pueblo. El tiempo ha demostrado que esa fe en la idea de la armonía libertaria, basada en el juego de intereses privados o en mayorías sociales, se torna irracional al obviar la tendencia del ser humano al pecado. El liberalismo tiene la libertad como dogma, pero la libertad no es lo que causa una sociedad justa, sino la consecuencia de la misma.
La manera inversa de entender el proceso hizo estragos en Europa. Fueron muchos los que murieron por un tipo de libertad que jamás ha existido. En la actualidad, la democracia es presentada por sus exégetas (los tiene en cada esquina) como la solución a todos los problemas de la ciudadanía. Desconfiar de la democracia es considerado poco menos que un sacrilegio. Pero a quienes piensan que merced a la democracia o a cualquier ideología un hombre puede salvar a otro hombre, les preguntaría: ¿quién les salvará de sí mismos?
El hombre es un animal religioso, un ser que necesita un credo y hacer de éste su causa, está en su ADN existencial. Incluso los que abominan de Dios, o los que se refugian en la nada, lo defienden con ahínco traspasando las fronteras racionales que juraron no cruzar. El mero hecho de que quienes tildaban a la religión de irracional y supersticiosa instigaran una revolución basada en la imposición de un credo social por encima de los derechos individuales más elementales (caso del comunismo) lo corrobora. Como también lo corroboran las revoluciones en nombre de una libertad preternatural.
Es aquí donde el racionalismo dogmático y totalitario se convierte en un escorpión que, por error de cálculo, resulta víctima de su propia picadura venenosa: los argumentos capciosos empleados por sus descreídos fieles para denostar el cristianismo se vuelven contra su propio credo. Tal como sostenía Berdiaeff, lo inconsciente es siempre más fuerte que lo consciente y el ateísmo lleva de la negación de Dios a la negación del hombre.
A ese racionalismo le ha correspondido el dudoso honor de utilizar la filosofía para reemplazar a la religión. Algunas de las filosofías racionalistas son las que han desencadenado las ideologías que ayer, hoy y siempre, han sido remedos diabólicos de la religión y desde el mundo pagano han tratado de borrarla del mapa.
El caso del marxismo ha sido el más flagrante de los tiempos modernos. Implementado durante y tras la revolución rusa, derivó en el comunismo, cuyos dogmas eran el ateísmo más ferviente y virulento (Lenin lo convirtió en religión de Estado al establecer en la constitución comunista de 1918 la laicidad del Estado y la libertad de propaganda antirreligiosa) y la sacralización de una nueva clase elegida para dirigir el mundo: el proletariado. Esa clase social que un día instauraría el paraíso en la Tierra.
Las ideas de Marx fueron la fuente de inspiración de una religión: el comunismo, donde el ateísmo y el proletariado mesiánico eran elementos incuestionables en la doctrina. Así lo pone de manifiesto con gran solidez Nicolás Berdiaeff en su magnífica obra El cristianismo y el problema del comunismo.
De modo no menos dogmático, del liberalismo brotó con anterioridad la creencia en el capitalismo como guardián de la propiedad privada, y en la soberanía juiciosa del pueblo. El tiempo ha demostrado que esa fe en la idea de la armonía libertaria, basada en el juego de intereses privados o en mayorías sociales, se torna irracional al obviar la tendencia del ser humano al pecado. El liberalismo tiene la libertad como dogma, pero la libertad no es lo que causa una sociedad justa, sino la consecuencia de la misma.
La manera inversa de entender el proceso hizo estragos en Europa. Fueron muchos los que murieron por un tipo de libertad que jamás ha existido. En la actualidad, la democracia es presentada por sus exégetas (los tiene en cada esquina) como la solución a todos los problemas de la ciudadanía. Desconfiar de la democracia es considerado poco menos que un sacrilegio. Pero a quienes piensan que merced a la democracia o a cualquier ideología un hombre puede salvar a otro hombre, les preguntaría: ¿quién les salvará de sí mismos?
El hombre es un animal religioso, un ser que necesita un credo y hacer de éste su causa, está en su ADN existencial. Incluso los que abominan de Dios, o los que se refugian en la nada, lo defienden con ahínco traspasando las fronteras racionales que juraron no cruzar. El mero hecho de que quienes tildaban a la religión de irracional y supersticiosa instigaran una revolución basada en la imposición de un credo social por encima de los derechos individuales más elementales (caso del comunismo) lo corrobora. Como también lo corroboran las revoluciones en nombre de una libertad preternatural.
Es aquí donde el racionalismo dogmático y totalitario se convierte en un escorpión que, por error de cálculo, resulta víctima de su propia picadura venenosa: los argumentos capciosos empleados por sus descreídos fieles para denostar el cristianismo se vuelven contra su propio credo. Tal como sostenía Berdiaeff, lo inconsciente es siempre más fuerte que lo consciente y el ateísmo lleva de la negación de Dios a la negación del hombre.
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