Érase una vez un nombre
Cuando llamamos a la otra persona por su nombre, implícitamente estamos diciendo: eres alguien para mí, me importas tú, en tu individualidad.
por José F. Vaquero
En otoño de 1942 un profesor universitario, psiquiatra y neurólogo austriaco fue arrestado por el régimen nazi y trasladado, como muchísimos “enemigos del régimen” a un campo de concentración. Se trataba de Viktor Frankl, y en los siguientes tres años estaría en cuatro campos de exterminio: Theresienstadt, Auschwitz, Kaufering y Türkheim. Padeció en primera persona las terribles sufrimientos de estos agujeros negros de la maldad humana: largas jornadas de trabajo, en un clima muy poco amigable, y con una única comida al día, que constaba de dos platos: de primero sopa, bastante aguada, por cierto. Y de segundo, un mendrugo de pan.
Él mismo experimentó en primera persona, y en sus compañeros de barracón, la terrible desesperación que les mordía, día a día. Muchos pensaban y optaban por “lanzarse contra la alambrada”, acción suicida para terminar con todo al entrar en contacto con vallas electrificadas de alto voltaje. En ese drama de sufrimiento, afirma Frankl, una de las principales fuentes de desesperación no era el aspecto físico del dolor; procedía de la despersonalización en la que vivía el prisionero. Cada uno de los prisioneros no era más que un número y así era como constaban en las listas. Al entrar en el campo, recuerda, se les quitaba todos los documentos y objetos personales. Ese número lo llevaban cosido o tatuado, bien visible para los capos del campo, y era su única identidad: el número 123.474. Sin nombre. Sin identidad.
En nuestra era digital corremos el peligro de cambiar la identidad del que se relaciona con nosotros por una serie de números, un conjunto de bits que forman su correo electrónico o su nombre, real o inventado, dentro de Facebook. Una serie de números o letras vacíos. La identidad es, simplemente, mi identidad digital en las redes sociales. Quizás hemos caído, sin darnos cuenta, en una despersonalización semejante a la de los campos de exterminio nazis. Y con un matiz más peligroso: vivimos a gusto en esa prisión despersonalizada, sin un nombre de peso, que representa toda mi individualidad e irrepetibilidad, mi unicidad, mi realidad de un yo único.
La cultura judía, raíz junto con el cristianismo de nuestra sociedad occidental (nos guste o no), daba una gran importancia al nombre impuesto a la persona. No era un mero capricho de los padres, un gusto por la sonoridad de cierta palabra. Constituía la identidad de la persona, la misión que debía cumplir en su vida. El Arcángel Gabriel es el mensajero, Jesús Emmanuel es el Dios-con-nosotros, Cefas-Pedro, la piedra y cimiento de la Iglesia… En ese contexto de la sublimidad del nombre se enmarca el ritual del Sumo Sacerdote, que entraba una vez al año en el Templo y pronunciaba el nombre por excelencia de Dios, Yavé.
En el relato de la creación, al inicio del Génesis, Dios presenta a todos los animales al hombre, y le pide que les ponga un nombre. De ese modo los animales significan algo para el hombre, no son una cosa más, de usar y tirar. Cuando llamamos a la otra persona por su nombre, implícitamente estamos diciendo: eres alguien para mí, me importas tú, en tu individualidad. Por eso nos presentamos con nuestro nombre, y nos gusta que nos llamen por nuestro nombre, y no con un abstracto “oiga usted”.
El gran sacerdote y periodista Martín Descalzo hablaba de saludar por el nombre a los conocidos (cosa frecuente) y también a los medio-conocidos: al vecino que nos cruzamos en el ascensor, al dependiente que nos atiende todos los días en la tienda o al vigilante del aparcamiento que vemos todos los días al sacar el coche. No son una persona más de la masa de personas que nos rodean, sino alguien con quien nos relacionamos.
Dando un paso más en esta sencilla “filosofía del nombre”, Dios es el primero que lo hace en su relación con nosotros. En los actos principales de esta relación, los sacramentos, aparece nuestro nombre personal. La Iglesia no bautiza a tres niños, sino a Irene, Sergio y María, y en el momento central del sacramento pronunciamos el nombre. Y esto se repite en la confirmación, en la primera comunión, en el matrimonio u ordenación. El Señor no es el presidente de un club que recibe la notificación de que se ha entrado en el club el socio 24.569. Para Él no somos un número; somos una persona concreta, única e irrepetible. “El Buen Pastor conoce a cada oveja y las llama por su nombre”, su sello de identidad.
Él mismo experimentó en primera persona, y en sus compañeros de barracón, la terrible desesperación que les mordía, día a día. Muchos pensaban y optaban por “lanzarse contra la alambrada”, acción suicida para terminar con todo al entrar en contacto con vallas electrificadas de alto voltaje. En ese drama de sufrimiento, afirma Frankl, una de las principales fuentes de desesperación no era el aspecto físico del dolor; procedía de la despersonalización en la que vivía el prisionero. Cada uno de los prisioneros no era más que un número y así era como constaban en las listas. Al entrar en el campo, recuerda, se les quitaba todos los documentos y objetos personales. Ese número lo llevaban cosido o tatuado, bien visible para los capos del campo, y era su única identidad: el número 123.474. Sin nombre. Sin identidad.
En nuestra era digital corremos el peligro de cambiar la identidad del que se relaciona con nosotros por una serie de números, un conjunto de bits que forman su correo electrónico o su nombre, real o inventado, dentro de Facebook. Una serie de números o letras vacíos. La identidad es, simplemente, mi identidad digital en las redes sociales. Quizás hemos caído, sin darnos cuenta, en una despersonalización semejante a la de los campos de exterminio nazis. Y con un matiz más peligroso: vivimos a gusto en esa prisión despersonalizada, sin un nombre de peso, que representa toda mi individualidad e irrepetibilidad, mi unicidad, mi realidad de un yo único.
La cultura judía, raíz junto con el cristianismo de nuestra sociedad occidental (nos guste o no), daba una gran importancia al nombre impuesto a la persona. No era un mero capricho de los padres, un gusto por la sonoridad de cierta palabra. Constituía la identidad de la persona, la misión que debía cumplir en su vida. El Arcángel Gabriel es el mensajero, Jesús Emmanuel es el Dios-con-nosotros, Cefas-Pedro, la piedra y cimiento de la Iglesia… En ese contexto de la sublimidad del nombre se enmarca el ritual del Sumo Sacerdote, que entraba una vez al año en el Templo y pronunciaba el nombre por excelencia de Dios, Yavé.
En el relato de la creación, al inicio del Génesis, Dios presenta a todos los animales al hombre, y le pide que les ponga un nombre. De ese modo los animales significan algo para el hombre, no son una cosa más, de usar y tirar. Cuando llamamos a la otra persona por su nombre, implícitamente estamos diciendo: eres alguien para mí, me importas tú, en tu individualidad. Por eso nos presentamos con nuestro nombre, y nos gusta que nos llamen por nuestro nombre, y no con un abstracto “oiga usted”.
El gran sacerdote y periodista Martín Descalzo hablaba de saludar por el nombre a los conocidos (cosa frecuente) y también a los medio-conocidos: al vecino que nos cruzamos en el ascensor, al dependiente que nos atiende todos los días en la tienda o al vigilante del aparcamiento que vemos todos los días al sacar el coche. No son una persona más de la masa de personas que nos rodean, sino alguien con quien nos relacionamos.
Dando un paso más en esta sencilla “filosofía del nombre”, Dios es el primero que lo hace en su relación con nosotros. En los actos principales de esta relación, los sacramentos, aparece nuestro nombre personal. La Iglesia no bautiza a tres niños, sino a Irene, Sergio y María, y en el momento central del sacramento pronunciamos el nombre. Y esto se repite en la confirmación, en la primera comunión, en el matrimonio u ordenación. El Señor no es el presidente de un club que recibe la notificación de que se ha entrado en el club el socio 24.569. Para Él no somos un número; somos una persona concreta, única e irrepetible. “El Buen Pastor conoce a cada oveja y las llama por su nombre”, su sello de identidad.
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