¿Cuál es el mejor regalo?
Cada comercial o dependiente nos dará una respuesta distinta. Actuando a la gallega, y con un poco de sentido común, yo respondería con una pregunta: ¿Qué nos gusta de un regalo?
por José F. Vaquero
En torno a doscientos euros nos gastaremos este año, cada español, en regalos de Navidad. No dejan de aparecer datos negros en la economía, en la actual y en la que se avecina, digan lo que digan. Sin embargo, el gasto en regalos navideños sigue creciendo. Según el arco de edad, se llevan el puesto de oro las joyas y ropa de primera, la tecnología y sus «nuevas necesidades» o los juegos y juguetes, según se trate de niños grandes o niños pequeños.
Es curioso contemplar el bullicio de estos días en lugares como la Gran Vía, la Puerta del Sol u otros centros del comercio en las grandes ciudades. Oleadas de gente que sube y baja, luces de colores, bolsas y más bolsas, regalos y más regalos, comprar, comprar, comprar. No está de más pararse, como el Principito ante el guardagujas, que cambiaba los cambios de vía de los trenes londinenses, y preguntarse: «Llevan mucha prisa. ¿Qué buscan?» El guardagujas, ese hombre que se dedicaba a clasificar viajeros, da una respuesta muy profunda: «Hasta el hombre de la locomotora lo ignora… Nadie está nunca contento donde está», o con el regalo que acaba de comprar, podríamos añadir.
La prisa de nuestro tiempo, y más todavía en estas fechas cercanas a la Navidad, nos hace olvidar fácilmente esta pregunta, ¿qué buscan? ¿Qué busco? Parece que la prisa, y subversión más moderna, el estrés, traen de la mano a su primo hermano, el materialismo. Y como un tobogán, nos sumergimos en la materia olvidando de dónde venimos, de allá arriba, como el Principito.
¿Cuál es el mejor regalo? Cada comercial o dependiente nos dará una respuesta distinta. Actuando a la gallega, y con un poco de sentido común, yo respondería con una pregunta: ¿Qué nos gusta de un regalo?
En primer lugar, y creo que no es caer en la utopía, nos fascina que viene de una persona. Hay una diferencia abismal entre un regalo que nos toca en una cesta, y un regalo que nos da alguien, mi madre, mi novia, mi hijo, mi primo… En el regalo, más allá de lo material, palpita el corazón de quien nos lo da. Y eso le llena de significado, le colorea de encanto.
Cuántas veces hemos visto a un niño pequeño jugar y divertirse de mil amores con el papel del regalo. Está feliz porque alguien le quiere, alguien piensa en él, y le da algo, como materializando unos pedacitos de su cariño.
Y en segundo lugar, creo que a todos nos gusta el carácter desinteresado del regalo. Te doy algo para que tú, y sólo tú, hagas lo que quieras con ello. No para que me lo devuelvas, me pagues tú con otro regalo; ni siquiera para que me des un beso de agradecimiento.
Cuando hay estos dos componentes, tan humanos y tan divinos, el regalo siempre gusta. Por eso los cristianos no podemos dejar de valorar el principal regalo que recibimos en la Navidad. Y por eso, como pequeños imitadores del Dador de todo don, que se da a sí mismo de modo desinteresado, también regalamos a los demás.
En uno de las muchas cadenas de correos electrónicos que circulan por la red se hace propaganda de un regalo totalmente distinto, peculiar, original, y además barato. Si hay muchos regalos de éstos bajará la media del gasto navideño por persona, y además, que es lo principal, subirá la media de la humanidad por persona, lo propio de un ser humano. Lo anuncian en cajas de media docena, o de docena, aunque también pueden entrar más en cada pack. Se trata de cajas de media docena de abrazos, o una docena de besos.
¿Regalos abstractos, vagos, indeterminados, imprecisos, etéreos? Puede ser. Pero cuando ese abrazo se traduce en una sonrisa, en un saludo cordial, en una broma gastada a tiempo y con bondad, en un buen consejo, en una oración, el destinatario siente que dos brazos le rodean y le abrazan. Ahí está uno de los mejores regalos para este tiempo, barato, al alcance de todos, y me atrevería a decir… divino.
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