¿Consenso o fundamento?
Tanto relativismo, sociopolítico en su parte más llamativa, y tanto hablar de consenso me parecen peligrosos. Todo puede cambiar si algunas personas deciden que cambie.
por José F. Vaquero
Durante las últimas semanas España está atravesando un momento delicado, de crisis y tensión, sobre todo a partir de la situación que van tomando los acontecimientos de una de sus regiones, Cataluña. Los problemas no son sólo políticos y legales (independencia sí o no), sino económicos, sociales, y en definitiva humanos. El hombre, y la sociedad que este forma, no se componen de realidades aisladas, compartimentos cerrados sin ninguna relación entre sí. Más bien se trata de un conjunto de cerezas. Tiras de una, la política, y tras ella viene la economía, la convivencia social, las relaciones humanas, personales y familiares, etc.
Hay expertos hablando y tratando estos problemas, sobre todo en su vertiente política, legal y civil. Unos y otros hablan de diálogo, libertad, democracia, derecho a decidir. Y visto desde fuera, parece que vale todo, y la democracia y la libertad lo justifican todo. Sobre esa base, parece leerse entre líneas, se puede cambiar y reorganizar todo. El siglo XXI, dicen algunos, no puede ser un siglo de imposición autoritaria, y hay que consensuarlo todo.
Tanto relativismo, sociopolítico en su parte más llamativa, y tanto hablar de consenso me parecen peligrosos. Todo puede cambiar si algunas personas deciden que cambie, o consiguen presionar a otras para que acepten “democráticamente” el cambio. Caminamos, si esto es así, hacia una sociedad cimentada en arenas movedizas, las arenas movedizas del consenso y el derecho a decidir libre y arbitrariamente. ¿Es tan maleable y cambiante la sociedad, o tiene algún fundamento, algo que le dé estabilidad y continuidad?
El problema de fondo, así como la explosión de sus manifestaciones en estas últimas semanas, es complejo y amplio, y terminaríamos en una asignatura de Derecho, creo que bastante desprestigiada: la Filosofía del Derecho y sus fundamentos. Me limito en estas líneas a enunciar tres principios interesantes que pueden aportar algo de luz a esta situación. Como todo principio, siempre se nos quedará un poco por encima de la vida concreta; el siguiente paso es buscar sus posibles aplicaciones concretas, parciales y pequeñas en apariencia. Pero un gran edificio se construye a base de muchos ladrillos pequeños, y cada uno tiene su papel e importancia.
Primer principio: la verdad. Si no hay una verdad, todo tiene la misma importancia, todo es relativo, y da igual blanco o negro, correcto o incorrecto, bien o mal. Se habla mucho de diálogo, pero éste se fundamenta en un contexto común que aceptamos ambas partes, y no pretende imponer una parte sobre la otra. Si en una conversación telefónica el idioma no es el mismo, o al menos conocido por ambas partes, el diálogo no llegará muy lejos. Si yo digo sí y el otro entiende a lo mejor, la comunicación fallará. Es la experiencia de un turista español en Japón. Si pregunta "¿Por aquí llego al museo local?" y el buen japonés le responde moviendo la cabeza de izquierda a derecha, el turista buscará otro camino, mientras que el sencillo japonés se extrañará de que, tras la respuesta afirmativa, el turista se va en sentido contrario. Todo porque no hay una verdad común al movimiento de cabeza de izquierda a derecha, y ambos lo interpretan en sentido contrario. Necesitamos una común verdad para caminar juntos, para vivir juntos.
Segundo principio: la libertad, esa palabra tan usada y malusada por todos, y que al final no sabemos qué significa. Con demasiada frecuencia se la usa para defender una cosa y la contraria; algo habrá que afinar o ajustar. La definición primaria y simplista de libertad es “Yo hago lo que quiero”. Pero si nos paramos a pensar, encontramos varios problemas. Hay cosas que quiero (atravesar una pared) y no puedo hacer. Hay cosas que quiero (sentarme en esta silla) pero no puedo porque ya hay otra persona sentada en ese lugar. Hay cosas que en ciertos momentos puedo querer (dar un golpe al que me ha rozado al pasar), pero sé que no debo hacer. La libertad tiene que estar dirigida a conseguir un bien, un bien que no perjudique al otro, que sea de verdad un bien, en definitiva, que proceda a la luz del primer principio, la verdad.
Tercer principio: la justicia. La definición clásica, y en mi opinión plenamente vigente, de la justicia es “dar a cada uno lo suyo”. No significa necesariamente dar a todos lo mismo. Si a todos los habitantes de un pueblo se les regala unas alzas de 40 centímetros, no conseguiremos, salvo excesiva casualidad, que todos tengan la misma altura. Para conseguir que todos tengan la misma altura, para unos las alzas será de 20 centímetros, para otros de 40 y para otros de 60; a cada uno lo suyo.
Es justo, dicen algunos, satisfacer el deseo de libertad y democracia. El deseo, simplemente por ser un impulso de la persona humana, no goza de estatus de obligatoriedad, no debe ser necesariamente satisfecho, ni sería justo obrar así. El deseo que debe ser respetado y seguido es aquel que brota de la verdad y la libertad, de los principios comentados anteriormente. De otro modo, corremos el peligro de dar carta blanca a un deseo basado, no en la verdad ni en la libertad, sino en una interpretación personal del mundo y de la historia.
La Iglesia siempre ha defendido estos tres principios, y precisamente en su Doctrina Social encontramos estas explicaciones, estas directrices. ¿Cómo aplicarlas día a día y bajarlas al terreno de lo concreto? Esa es la labor, humana y cristiana, de toda persona de buena voluntad, político, económico, trabajador o ama de casa.
Hay expertos hablando y tratando estos problemas, sobre todo en su vertiente política, legal y civil. Unos y otros hablan de diálogo, libertad, democracia, derecho a decidir. Y visto desde fuera, parece que vale todo, y la democracia y la libertad lo justifican todo. Sobre esa base, parece leerse entre líneas, se puede cambiar y reorganizar todo. El siglo XXI, dicen algunos, no puede ser un siglo de imposición autoritaria, y hay que consensuarlo todo.
Tanto relativismo, sociopolítico en su parte más llamativa, y tanto hablar de consenso me parecen peligrosos. Todo puede cambiar si algunas personas deciden que cambie, o consiguen presionar a otras para que acepten “democráticamente” el cambio. Caminamos, si esto es así, hacia una sociedad cimentada en arenas movedizas, las arenas movedizas del consenso y el derecho a decidir libre y arbitrariamente. ¿Es tan maleable y cambiante la sociedad, o tiene algún fundamento, algo que le dé estabilidad y continuidad?
El problema de fondo, así como la explosión de sus manifestaciones en estas últimas semanas, es complejo y amplio, y terminaríamos en una asignatura de Derecho, creo que bastante desprestigiada: la Filosofía del Derecho y sus fundamentos. Me limito en estas líneas a enunciar tres principios interesantes que pueden aportar algo de luz a esta situación. Como todo principio, siempre se nos quedará un poco por encima de la vida concreta; el siguiente paso es buscar sus posibles aplicaciones concretas, parciales y pequeñas en apariencia. Pero un gran edificio se construye a base de muchos ladrillos pequeños, y cada uno tiene su papel e importancia.
Primer principio: la verdad. Si no hay una verdad, todo tiene la misma importancia, todo es relativo, y da igual blanco o negro, correcto o incorrecto, bien o mal. Se habla mucho de diálogo, pero éste se fundamenta en un contexto común que aceptamos ambas partes, y no pretende imponer una parte sobre la otra. Si en una conversación telefónica el idioma no es el mismo, o al menos conocido por ambas partes, el diálogo no llegará muy lejos. Si yo digo sí y el otro entiende a lo mejor, la comunicación fallará. Es la experiencia de un turista español en Japón. Si pregunta "¿Por aquí llego al museo local?" y el buen japonés le responde moviendo la cabeza de izquierda a derecha, el turista buscará otro camino, mientras que el sencillo japonés se extrañará de que, tras la respuesta afirmativa, el turista se va en sentido contrario. Todo porque no hay una verdad común al movimiento de cabeza de izquierda a derecha, y ambos lo interpretan en sentido contrario. Necesitamos una común verdad para caminar juntos, para vivir juntos.
Segundo principio: la libertad, esa palabra tan usada y malusada por todos, y que al final no sabemos qué significa. Con demasiada frecuencia se la usa para defender una cosa y la contraria; algo habrá que afinar o ajustar. La definición primaria y simplista de libertad es “Yo hago lo que quiero”. Pero si nos paramos a pensar, encontramos varios problemas. Hay cosas que quiero (atravesar una pared) y no puedo hacer. Hay cosas que quiero (sentarme en esta silla) pero no puedo porque ya hay otra persona sentada en ese lugar. Hay cosas que en ciertos momentos puedo querer (dar un golpe al que me ha rozado al pasar), pero sé que no debo hacer. La libertad tiene que estar dirigida a conseguir un bien, un bien que no perjudique al otro, que sea de verdad un bien, en definitiva, que proceda a la luz del primer principio, la verdad.
Tercer principio: la justicia. La definición clásica, y en mi opinión plenamente vigente, de la justicia es “dar a cada uno lo suyo”. No significa necesariamente dar a todos lo mismo. Si a todos los habitantes de un pueblo se les regala unas alzas de 40 centímetros, no conseguiremos, salvo excesiva casualidad, que todos tengan la misma altura. Para conseguir que todos tengan la misma altura, para unos las alzas será de 20 centímetros, para otros de 40 y para otros de 60; a cada uno lo suyo.
Es justo, dicen algunos, satisfacer el deseo de libertad y democracia. El deseo, simplemente por ser un impulso de la persona humana, no goza de estatus de obligatoriedad, no debe ser necesariamente satisfecho, ni sería justo obrar así. El deseo que debe ser respetado y seguido es aquel que brota de la verdad y la libertad, de los principios comentados anteriormente. De otro modo, corremos el peligro de dar carta blanca a un deseo basado, no en la verdad ni en la libertad, sino en una interpretación personal del mundo y de la historia.
La Iglesia siempre ha defendido estos tres principios, y precisamente en su Doctrina Social encontramos estas explicaciones, estas directrices. ¿Cómo aplicarlas día a día y bajarlas al terreno de lo concreto? Esa es la labor, humana y cristiana, de toda persona de buena voluntad, político, económico, trabajador o ama de casa.
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