El drama del suicidio
Me aventuro a pensar que en nuestra sociedad se ha impuesto un concepto curioso de libertad: puedo hacer lo que sea, cualquier cosa, con tal de que no haga daño a los demás.
por José F. Vaquero
Cada 10 de septiembre se celebra el día internacional de la prevención del suicidio. Y no está de más dedicar unas líneas a este problema tan serio, y a veces demasiado escondido. Cada año, según los datos de la Organización Mundial de la Salud, se suicidan cerca de un millón de personas en el mundo. Y por cada suicidio, consumado o no, se calculan unos 20 intentos. Traduciendo estos datos a números cercanos, supondría que en una ciudad como Madrid (de unos 6 millones de habitantes) se suicidan al año cerca de un millar de personas. Un millar de familias que sufren de cerca ese drama, y unas 20.000 que viven la preocupación de que uno de sus hijos, o padres o hermanos, intente arrancarse la vida de este modo.
Ciñéndonos a los datos publicados en España, datos del año 2013, son para pensar: 3.870 suicidios, 10 muertes diarias, principal causa de muerte no natural. Se producen más del doble de muertes que las causadas por accidentes de tráfico, 70 veces más que por “violencia de género”, y se ha convertido en la primera causa de muerte entre varones de 20 a 24 años.
Los datos, traducidos a personas concretas, me dejan pensativo. Es fortísimo el impulso natural de todo animal, racional o no, por defender su propia vida, por protegerse de la muerte, huir de ella, evitarla. ¿Qué misterio debe haber en la cabeza de alguien que, premeditadamente o como fruto de una acción impulsiva, opta por esta salida? Uno de los principales factores que originan esta terrible salida, sobre todo en Europa y América del Norte, se encuentra en los trastornos mentales, principalmente la depresión, y en consumo abusivo del alcohol. Pero esa explicación me sabe a poco, y sigo pensando en esta tragedia social.
Llama la atención el silencio mediático y cultural que hay sobre este tema. Pocas veces se habla de ello, se intenta concienciar a la sociedad de este drama, y sobre todo de que sí hay salida. En varias ocasiones he oído la explicación de que, con este silencio, se pretende evitar el efecto imitación-contagio. Algo de razón hay, pero ¿por qué no se silencian también otros dramas semejantes? Pienso, por ejemplo, en la mal llamada “violencia de género”, la violencia doméstica dirigida contra la mujer (si es violencia contra los hijos tiene mucha menos importancia, parece ser).
A muchas personas de a pie, sobre todo personas avanzadas en edad y experiencia, les oigo quejarse cuando escuchan noticias de este tipo: seguro, comentan, que a más de alguno se le ocurrió acabar con su mujer por una situación difícil, y empujado y animado por el efecto imitación-contagio. Y un paralelismo semejante, salvando las distancias, se puede establecer con las matanzas indiscriminadas realizadas por radicales, con justificación religiosa o sin ella.
No estoy en contra de las campañas de sensibilización ante problemas tan serios como la violencia en el ámbito doméstico, principalmente contra la mujer y contra los hijos. Pero creo que la misma gravedad social tiene un suicidio que un caso de violencia doméstica.
Me aventuro a pensar que en nuestra sociedad se ha impuesto un concepto curioso de libertad: puedo hacer lo que sea, cualquier cosa, con tal de que no dañe a los demás. Mi libertad es absoluta, inmensa, y solo está limitada por la libertad de los demás, a los que respeto, o mejor dicho, tolero con indiferencia.
Pero esta explicación tiene sus contradicciones: la familia del suicidado, sus amigos cercanos, sufren, reciben un gran daño; ¿será que terminamos por elegir una libertad absoluta “según me convenga”? Es el laberinto en el que nos coloca ese afán de libertad absoluta, y a la vez de subjetividad en mis decisiones. Crece la libertad absoluta, crece el relativismo, y ambos se devoran mutuamente. ¿Quién se lleva los palos? El pobre y sencillo individuo.
Hemos olvidado que nuestra libertad no es tan absoluta, y que la interacción con las personas que nos rodean también influye y afecta a mi universo personal. No somos islas, seres independientes que tomamos decisiones indiferentes para los demás. Somos por naturaleza seres sociales, y por eso, igual que se multiplican los recursos y campañas contra la violencia doméstica, se deberían multiplicar los recursos y campañas contra la gran tragedia del suicidio.
Ciñéndonos a los datos publicados en España, datos del año 2013, son para pensar: 3.870 suicidios, 10 muertes diarias, principal causa de muerte no natural. Se producen más del doble de muertes que las causadas por accidentes de tráfico, 70 veces más que por “violencia de género”, y se ha convertido en la primera causa de muerte entre varones de 20 a 24 años.
Los datos, traducidos a personas concretas, me dejan pensativo. Es fortísimo el impulso natural de todo animal, racional o no, por defender su propia vida, por protegerse de la muerte, huir de ella, evitarla. ¿Qué misterio debe haber en la cabeza de alguien que, premeditadamente o como fruto de una acción impulsiva, opta por esta salida? Uno de los principales factores que originan esta terrible salida, sobre todo en Europa y América del Norte, se encuentra en los trastornos mentales, principalmente la depresión, y en consumo abusivo del alcohol. Pero esa explicación me sabe a poco, y sigo pensando en esta tragedia social.
Llama la atención el silencio mediático y cultural que hay sobre este tema. Pocas veces se habla de ello, se intenta concienciar a la sociedad de este drama, y sobre todo de que sí hay salida. En varias ocasiones he oído la explicación de que, con este silencio, se pretende evitar el efecto imitación-contagio. Algo de razón hay, pero ¿por qué no se silencian también otros dramas semejantes? Pienso, por ejemplo, en la mal llamada “violencia de género”, la violencia doméstica dirigida contra la mujer (si es violencia contra los hijos tiene mucha menos importancia, parece ser).
A muchas personas de a pie, sobre todo personas avanzadas en edad y experiencia, les oigo quejarse cuando escuchan noticias de este tipo: seguro, comentan, que a más de alguno se le ocurrió acabar con su mujer por una situación difícil, y empujado y animado por el efecto imitación-contagio. Y un paralelismo semejante, salvando las distancias, se puede establecer con las matanzas indiscriminadas realizadas por radicales, con justificación religiosa o sin ella.
No estoy en contra de las campañas de sensibilización ante problemas tan serios como la violencia en el ámbito doméstico, principalmente contra la mujer y contra los hijos. Pero creo que la misma gravedad social tiene un suicidio que un caso de violencia doméstica.
Me aventuro a pensar que en nuestra sociedad se ha impuesto un concepto curioso de libertad: puedo hacer lo que sea, cualquier cosa, con tal de que no dañe a los demás. Mi libertad es absoluta, inmensa, y solo está limitada por la libertad de los demás, a los que respeto, o mejor dicho, tolero con indiferencia.
Pero esta explicación tiene sus contradicciones: la familia del suicidado, sus amigos cercanos, sufren, reciben un gran daño; ¿será que terminamos por elegir una libertad absoluta “según me convenga”? Es el laberinto en el que nos coloca ese afán de libertad absoluta, y a la vez de subjetividad en mis decisiones. Crece la libertad absoluta, crece el relativismo, y ambos se devoran mutuamente. ¿Quién se lleva los palos? El pobre y sencillo individuo.
Hemos olvidado que nuestra libertad no es tan absoluta, y que la interacción con las personas que nos rodean también influye y afecta a mi universo personal. No somos islas, seres independientes que tomamos decisiones indiferentes para los demás. Somos por naturaleza seres sociales, y por eso, igual que se multiplican los recursos y campañas contra la violencia doméstica, se deberían multiplicar los recursos y campañas contra la gran tragedia del suicidio.
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