Descortesías
Ha suscitado gran polémica el saludo desganado o despectivo de un futbolista de la selección española al doctor Sánchez, que recibía al equipo en el palacio de la Moncloa. El saludo, en verdad, era descortés, pues estrechaba la mano del anfitrión al desgaire y sin mirarlo; pero lo cierto es que no se distinguía demasiado de los saludos desaboridos de otros futbolistas, que al parecer de este modo quisieron expresar su disgusto por la 'politización' que diversos miembros del Gobierno habían hecho de sus triunfos. Por supuesto, la polémica suscitada por el saludo del futbolista ha servido para que la gente adherida a los negociados ideológicos en liza lo tome como bandera encontrada: mientras para unos el futbolista se convirtió ipso facto en un 'facha' repugnante, para otros se erigió en heroico portavoz de su animadversión al doctor Sánchez.
El episodio, tan banal como todos los que fomenta la demogresca, nos sirve sin embargo para hacer una reflexión sobre la cortesía. San Francisco de Sales decía que la cortesía era "la moneda menuda de la caridad", una expresión del amor que nos merece cualquier persona, incluso la desconocida, incluso la que nos cae antipática, incluso la que consideramos enemiga. Según esta visión cristiana, una descortesía es una falta de caridad que abre la puerta a otras pasiones más viles. Pero lo cierto es que la cortesía dejó hace mucho tiempo de ser "moneda menuda de la caridad" cristiana para convertirse en cortesía 'ilustrada' y concretarse en una serie de actos maquinales y expresiones de urbanidad rutinarias para salvar las apariencias, hasta convertirse en una mera muestra de hipocresía social. Perdido el sustento de la caridad, la cortesía se quedó en un mero convencionalismo, una especie de aceite lubricante que evita las fricciones ásperas en el trato social, que ya no aspira a la convivencia fraterna, sino a la mera 'coexistencia' respetuosa. Como nos decía Verlaine, "el hombre moderno se conforma con poco"; y la vida moderna, en puridad, no es más que una hipocresía organizada.
La hipocresía es el homenaje que se rinde a la virtud que ha sido previamente demolida. Así, por ejemplo, el hombre que ha dejado de amar a su mujer le rinde el homenaje hipócrita de serle infiel sólo de tapadillo; pero este homenaje hipócrita acaba resultando muy fatigoso y exigiendo demasiados cálculos y prevenciones, y tarde o temprano (a veces pasan varias generaciones) el marido hipócrita acaba exigiendo libertad plena para acostarse con la mujer que le da la gana. Del mismo modo, una cortesía sin el cimiento de la caridad, sustentada únicamente en convencionalismos y artificios, acaba por envararse, para después desfondarse y pudrirse. Cuando uno deja de decir "gracias" porque verdaderamente lo embarga la gratitud y empieza a decir "gracias" por mera fórmula de corrección acaba, tarde o temprano, callando hoscamente, porque la gratitud se convierte en una especie de collar de cascabeles que suena, cada vez que lo sacudimos involuntariamente. Y, como el collar de cascabeles acaba resultando molesto, llega el momento en que decidimos quitárnoslo.
Al fondo de la cortesía entendida como mera fórmula hipócrita se avizora siempre la nostalgia de la selva. Esto se aprecia en nuestra vida cotidiana, donde la cortesía sustentada en convencionalismos y artificios ha terminado degenerando en un deterioro rampante de los buenos modales. La gente, de forma cada vez más desacomplejada, se trata sin miramientos, con un desparpajo que a veces resulta insultantemente familiar y a veces asquerosamente hosco. Se prescinde de los gestos corteses, de las palabras amables, de las maneras delicadas; y el trato humano se vuelve inevitablemente desabrido o desvergonzado, propio de gentes sin gratitud ni concordia, sin comprensión ni ternura; gentes, en fin, que anhelan la selva.
Aquel saludo desganado o despectivo del futbolista fue, en realidad, una expresión de este deterioro ineluctable, cuando la cortesía se vuelve mera hipocresía social. Pero ¿acaso el homenaje que se dispensó en el palacio no fue, todo él, una prueba de lo mismo? El doctor Sánchez recibía a los futbolistas despechugado, sin concederles la consideración que merecía su logro; y los futbolistas llegaron al palacio sin reverencia alguna, ataviados con unas camisetas que daba grima verlas. Todos actuaban sin amor ni alegría ni gratitud alguna, representando un cansino paripé, con ese 'tedio de la virtud' propio de gentes 'ilustradas' (pero nostálgicas de la selva) que cargan con un collar de cascabeles al cuello. E, inevitablemente, por hastío, por asco, por encono o por simple cansancio, hubo alguno que se quitó el collar, harto de que sonase involuntariamente.
Publicado en XL Semanal.