Reunión de progenitores
Hemos cambiado la historia, un cambio profundo en algo que duró desde que el tiempo es tiempo, hasta finales de los 70
por José F. Vaquero
En una ciudad cualquiera, dentro de 15, 20 o 30 años (o meses) se celebra una “reunión – comida familiar”. El protagonista: un hijo que ha conseguido reunir a sus progenitores. Seis en total. Y no hay ningún divorcio ni separación de por medio; en eso son modélicos. De otro modo, la mesa para comer tendría una, dos o cuatro sillas más, echando mano de los lugares para los progenitores 7, 8, 9 y 10.
A la derecha, los dos progenitores biológicos, que hasta la fecha siguen siendo un hombre y una mujer. Se han llevado a cabo algunos “progresos médicos” (el calificativo es de algunos ideólogos científicos) de tres padres biológicos, dos mujeres y un hombre, pero en el caso presente no mediaba enfermedad genética que pudiese heredar el niño.
A la izquierda, los dos progenitores gestantes. Uno de ellos, al menos, mujer. El otro, su parejam que compartió desvelos y trabajos durante nueve meses. A simple vista se nota que el traje de chaqueta les queda forzado. No se debe a su raza, probablemente india, pero algo nos dice que su clase social es media – baja. Y no parecen muy orgullosos del lugar que ocupan. Las estadísticas hablan de que la mayoría de las mujeres que tienen esta categoría (“gestante”) son de clase baja, jóvenes o muy jóvenes, y con frecuencia han tenido que superar una doble humillación: primero, obedecer ciegamente al padre que la destinó a tal función (por el “bien” de la familia), y segundo ser señaladas por la gente de su pueblo como fría economista del cuerpo.
Y ocupando el lugar central, junto al hijo, los progenitores adoptivos, “contratistas”, si recuperamos el trozo de papel que originó esta historia. Un contrato, igual que el contrato de alquiles compraventa de una vivienda, o de alquiler de una plaza de garaje. Como en cualquier contrato, hay clausulas que garantizas el buen servicio (de gestación), la buena calidad del producto (llamado ocasionalmente niño) e incluso las características del mismo: niño o niña, color del pelo.
La pareja, bastante mayor que las otras dos, debe sacar unos 70 años; el hijo ha cumplido 25. Cuando se conocieron la biología ya no les favorecía, y tuvieron que recurrir, por una pequeña parte de su sueldo, a suplentes biológicos. La calidad de sus trajes, y lo bien que se ajustan a sus cuerpos, nos llevan a pensar en gente de clase alta. Están muy cómodos en el restaurante, de clase alta y cuidado protocolo.
Fue complicado localizar a los progenitores biológicos. El protagonista de la historia tuvo que realizar largos trámites judiciales y de investigación para lograr encontrar a sus padres biológicos. Pero algo en sus genes le empujaba a seguir luchando, un fuerte deseo, más fuerte que el deseo de sus padres por tener un hijo. Quizás este deseo es más profundo, más arraigado en nuestra naturaleza.
Más sencillo fue entrar en contacto con los progenitores gestantes; el asunto principal fue el dinero necesario para el viaje y darles un curso acelerado de protocolo, al menos para salir al paso.
Es el escenario que se nos viene encima, y ya está aquí en algunos países, con las propuestas de maternidad subrogada o gestación por vientre de alquiler. Volvemos, como antiguo, a recuperar las clases sociales muy marcadas. Los ricos pueden acceder a cualquier capricho, y los pobres son explotados, míseramente esclavizados para contentar a la clase alta. Y de camino, el niño ha modificado su identidad.
Ya no es el fruto del amor entre un padre y una madre, sino el resultado de unos trabajos en laboratorio y de un cuerpo alquilado “por cuatro duros”. Hemos cambiado la historia, un cambio profundo en algo que duró desde que el tiempo es tiempo, hasta finales de los 70. Antes de esa fecha, los niños nacían siempre y sólo de una relación entre un hombre y una mujer; ahora, depende del gusto y el capricho de los padres, perdón, los progenitores, aunque ya no sé cuál de los seis (o de los ocho). ¿Pero realmente hemos cambiado la naturaleza del niño, su deseo natural de tener un padre y una madre, de conocer a su padre y a su madre? ¿Hemos progresado en los derechos del eslabón más débil de la cadena, el niño?
A la derecha, los dos progenitores biológicos, que hasta la fecha siguen siendo un hombre y una mujer. Se han llevado a cabo algunos “progresos médicos” (el calificativo es de algunos ideólogos científicos) de tres padres biológicos, dos mujeres y un hombre, pero en el caso presente no mediaba enfermedad genética que pudiese heredar el niño.
A la izquierda, los dos progenitores gestantes. Uno de ellos, al menos, mujer. El otro, su parejam que compartió desvelos y trabajos durante nueve meses. A simple vista se nota que el traje de chaqueta les queda forzado. No se debe a su raza, probablemente india, pero algo nos dice que su clase social es media – baja. Y no parecen muy orgullosos del lugar que ocupan. Las estadísticas hablan de que la mayoría de las mujeres que tienen esta categoría (“gestante”) son de clase baja, jóvenes o muy jóvenes, y con frecuencia han tenido que superar una doble humillación: primero, obedecer ciegamente al padre que la destinó a tal función (por el “bien” de la familia), y segundo ser señaladas por la gente de su pueblo como fría economista del cuerpo.
Y ocupando el lugar central, junto al hijo, los progenitores adoptivos, “contratistas”, si recuperamos el trozo de papel que originó esta historia. Un contrato, igual que el contrato de alquiles compraventa de una vivienda, o de alquiler de una plaza de garaje. Como en cualquier contrato, hay clausulas que garantizas el buen servicio (de gestación), la buena calidad del producto (llamado ocasionalmente niño) e incluso las características del mismo: niño o niña, color del pelo.
La pareja, bastante mayor que las otras dos, debe sacar unos 70 años; el hijo ha cumplido 25. Cuando se conocieron la biología ya no les favorecía, y tuvieron que recurrir, por una pequeña parte de su sueldo, a suplentes biológicos. La calidad de sus trajes, y lo bien que se ajustan a sus cuerpos, nos llevan a pensar en gente de clase alta. Están muy cómodos en el restaurante, de clase alta y cuidado protocolo.
Fue complicado localizar a los progenitores biológicos. El protagonista de la historia tuvo que realizar largos trámites judiciales y de investigación para lograr encontrar a sus padres biológicos. Pero algo en sus genes le empujaba a seguir luchando, un fuerte deseo, más fuerte que el deseo de sus padres por tener un hijo. Quizás este deseo es más profundo, más arraigado en nuestra naturaleza.
Más sencillo fue entrar en contacto con los progenitores gestantes; el asunto principal fue el dinero necesario para el viaje y darles un curso acelerado de protocolo, al menos para salir al paso.
Es el escenario que se nos viene encima, y ya está aquí en algunos países, con las propuestas de maternidad subrogada o gestación por vientre de alquiler. Volvemos, como antiguo, a recuperar las clases sociales muy marcadas. Los ricos pueden acceder a cualquier capricho, y los pobres son explotados, míseramente esclavizados para contentar a la clase alta. Y de camino, el niño ha modificado su identidad.
Ya no es el fruto del amor entre un padre y una madre, sino el resultado de unos trabajos en laboratorio y de un cuerpo alquilado “por cuatro duros”. Hemos cambiado la historia, un cambio profundo en algo que duró desde que el tiempo es tiempo, hasta finales de los 70. Antes de esa fecha, los niños nacían siempre y sólo de una relación entre un hombre y una mujer; ahora, depende del gusto y el capricho de los padres, perdón, los progenitores, aunque ya no sé cuál de los seis (o de los ocho). ¿Pero realmente hemos cambiado la naturaleza del niño, su deseo natural de tener un padre y una madre, de conocer a su padre y a su madre? ¿Hemos progresado en los derechos del eslabón más débil de la cadena, el niño?
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