Miércoles, 04 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Fortalecer la democracia


Surgieron hombres –De Gasperi, Schumann, Adenauer– que, desde su fe cristiana, no a pesar de ella, y sin renunciar a ella, al contrario, apoyándose en ella, pusieron los cimientos de una Europa reconstruida y edificada sobre las bases firmes en las que se asienta la democracia.

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

La semana pasada me preguntaba hacia dónde se encaminan Europa y España. Una cosa es muy cierta: sea cual sea la respuesta concreta, nunca será distinta a la que entraña una democracia real y verdadera. La democracia, en efecto, patrimonio preciado de Europa como ordenamiento de la sociedad y expresión en su realidad más genuina del «alma» europea, se asienta y fundamenta en unos valores fundamentales e insoslayables sin los cuales no habrá democracia o se la pondrá en serio peligro.

«Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de Derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana» (Juan Pablo II, Centessimus Annus, 46). No puede haber democracia sin dedicación al bien común, y sin respeto a los derechos de los demás y de todos, y sin sensibilidad para las necesidades de los demás. Eso significa que la democracia, más que ningún otro sistema social y político, tiene necesidad de una sólida base moral. En palabras de San Juan Pablo II, «si no existe una verdad última, que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto» (Juan Pablo II, Centessimus Annus, 46). La democracia, en efecto, entraña el reconocimiento, la afirmación y el respeto del valor y la dignidad trascendente e inviolable del ser humano, de todo ser humano, la afirmación de la libertad, la igualdad y la solidaridad como valores y principios insoslayables, una opción moral y una idea del Derecho que en modo alguno se entienden por sí mismas. El sistema democrático, la democracia si se prefiere, está al servicio del hombre, de cada ser humano, de su defensa y su dignidad. Los derechos humanos no los crea el Estado, no son fruto del consenso democrático, no son concesión de ninguna ley positiva, ni otorgamiento de un determinado ordenamiento social. Estos derechos son anteriores e incluso superiores al mismo Estado o a cualquier ordenamiento jurídico regulador de las relaciones sociales; el Estado y los ordenamientos jurídicos sociales han de reconocer, respetar y tutelar esos derechos que corresponden al ser humano por el hecho de serlo, a su verdad más profunda común a todos los seres humanos que los hace iguales y solidarios –destinados a los otros y al Otro–, en la que radica la base y la posibilidad de realización en libertad. El ser humano, su desarrollo, su perfección, su felicidad, su bienestar es el objetivo de toda democracia, y de todo orden jurídico. Cualquier desviación o quiebra por parte de los ordenamientos jurídicos, de los sistemas políticos en este terreno nos colocaría en un grave riesgo de totalitarismo.

Por eso mismo, la democracia para crecer y fortalecerse necesita una ética que se fundamenta en la verdad del hombre y reclama el concepto mismo de la persona humana como sujeto trascendente de derechos fundamentales, anterior al ordenamiento jurídico. La razón y la experiencia muestran que la idea de un mero consenso social que desconozca la verdad objetiva y fundamental acerca del hombre y su destino trascendente es insuficiente para un orden social justo. La cuestión de la dignidad de la persona humana y de su reconocimiento pleno es piedra angular de todo ordenamiento jurídico de la sociedad; afecta por ello, a los fundamentos mismos de la comunidad política que necesita de una ética fundante; la misma libertad, «elemento fundamental de una democracia, es valorada plenamente sólo por la aceptación de la verdad» (Juan Pablo II, a los obispos portugueses, 27, 11, 92) del ser humano.

«Los antiguos griegos habían descubierto ya que no hay democracia sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay Ley que no esté fundada en la norma trascendente de lo verdadero y lo bueno» (Juan Pablo II, en su visita al Parlamento Europeo). Creo que, ante lo que está sucediendo en Europa y el tiempo concreto que estamos viviendo en España, todos habríamos de pensar en la necesidad apremiante que tenemos de fortalecer la verdad de la democracia y de no someterla a riesgos innecesarios, como tal vez pudiera estar sucediéndonos. Recuerdo los años de la Transición. Vivimos entonces momentos preciosos y no podemos olvidarnos; pero también hemos de recordar los grandes esfuerzos entonces de todos para asumir y hacer posible una verdadera democracia. Y la Iglesia estuvo allí con su aportación, sin esconderse y sin retirarse de la esfera pública, y sin la Iglesia a buen seguro no hubiese sido posible la instauración de la democracia. Hoy también sigue la Iglesia con su aportación viva y visible a que continúe y se fortalezca la democracia en España. Así sucedió también tras la Segunda Guerra Mundial y la destrucción de Europa: surgieron hombres –De Gasperi, Schumann, Adenauer– que, desde su fe cristiana, no a pesar de ella, y sin renunciar a ella, al contrario, apoyándose en ella, pusieron los cimientos de una Europa reconstruida y edificada sobre las bases firmes en las que se asienta la democracia.

© La Razón
 
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