Miércoles, 25 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

¿La Trinidad toca nuestra vida?


En esta dinámica, humana y divina, el corazón humano encuentra su plenitud, como hombre de carne y hueso, que necesita amar y ser amado, y que tiende a la grandeza del Amor

por José F. Vaquero

Opinión

Este domingo la Iglesia celebra uno de los misterios clave de nuestra fe: la festividad de la Santísima Trinidad. Y aunque doctores tiene la Iglesia para enseñar sobre esta sublime doctrina, nos puede ayudar una reflexión sencilla, doméstica, casi de andar por casa. La he compartido con padres y padrinos, antes de bautizar a sus hijos, y mi experiencia es que han encontrado, aunque sea un poquito, la cercanía cotidiana de este gran misterio.
 
La Santísima Trinidad es un misterio sublime, grandioso, incomprensible. Y también, por el mismo motivo, uno de los típicos tópicos para explicar la separación de la religión y la razón: cuando era pequeño creía en la religión; ahora que soy mayor, creo en la razón. Religión y razón parecen dos líneas paralelas, dos caminos que nunca se juntan. Y parece que tienen razón. Afirmaciones como que “tres personas y un solo Dios verdadero”, o que “el Padre genera desde toda la eternidad a su Hijo Unigénito” nos pueden sonar casi a superstición, a teorías espirituales – espiritualistas.
 
Sin embargo, este misterio, que seguirá siendo misterio, es uno de los modos como Dios se acerca más al hombre, una de las realidades en las que el hombre se eleva más hacia Dios. Benedicto XVI, uno de los grandes santos e intelectuales de la Iglesia actual, lo explicó de modo sencillo, con palabras que tocan el corazón de cualquier persona, religiosa o no. “Profesar la feen la Trinidad significa creer en un Dios que es amor”. Y porque ama y quiere amar, “necesita” alguien a quien amar, primero alguien en su Unidad trina y luego unas criaturas en quien prodigarse. De este modo la Trinidad, el misterio de los misterios, toca ese otro gran misterio, el misterio de nuestro corazón, el misterio de nuestro anhelo de ser amados y amar. En ese amor, en ese corazón, se juntan las dos paralelas, que dejan de ser tales, de religión y razón.
 
¿Qué hay más cercano al corazón humano que esa realidad del amor, amor dado y amor recibido? El niño pequeño, especialmente durante los primeros meses, es un foco que atrae el amor de sus padres, un amor de entrega, desinteresado, que vela, que se despierta dos, tres, cuatro veces durante la noche. Recibe mucho amor de sus padres, y sin pensarlo, casi como acto reflejo, corresponde a ese amor con su propio amor. Nadie le obliga a amar a sus padres, no se siente coaccionado a cumplir la fría norma de “honrar a tu madre y a tu padre”; simplemente le brota, de modo espontáneo, como la respuesta evidente ante el amor recibido
 
En esa experiencia humana, cordial, cotidiana, se arraiga la experiencia que Juan nos transmite en su Evangelio y en sus cartas: en esto consiste el amor, centro del cristianismo: en que Dios nos ha amado, y nosotros, como niños pequeños, queremos descubrir ese amor y pagar con la misma moneda. Llegarán los compromisos del cristianismo, igual que llegan los compromisos del matrimonio. Pero un esposo no ama a su esposa porque tiene la fría obligación de cumplir una norma, sino porque se siente amado por ella y desea corresponderla.
 
En esta dinámica, humana y divina, el corazón humano encuentra su plenitud, como hombre de carne y hueso, que necesita amar y ser amado, y que tiende a la grandeza del Amor.
 
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