Cada cierto tiempo salta a la opinión pública una o varias noticias que nos empujan a pensar en una dirección anti-vida. En estos días ha saltado al debate público en Gran Bretaña la legitimidad de la eutanasia, un acto «compasivo» con el pobre enfermo, que está sufriendo mucho, y con su familia, que también sufre. Pero no quiero hablar del tema de la eutanasia, del elegir morir, que por mucho que se empeñen en llamarla dulce no resulta ser tal. Más bien me pregunto: ¿Queremos seguir viviendo? ¿O ya estamos aburridos, cansados de vivir? ¿Merece la pena vivir?
Cuando tenemos un problema, vemos la realidad con una perspectiva muy personal, pero también parcial, condicionada. El trabajador que busca un empleo mejor valora con calma cada oferta de trabajo, y evalúa si merece la pena o no; el que, como casi cinco millones de españoles, busca un trabajo porque está en paro, se agarra incluso a un clavo ardiendo. Ahora que no tenemos demasiados problemas presionando nuestra existencia, estamos mejor predispuestos para pensar con profundidad: ¿merece la pena vivir?
Si preguntamos a ciertos políticos, la respuesta parece un engañoso sí: España, es un gran país, uno de los primeros (no decimos en qué), con una economía que ya se está recuperando. Si oímos a muchos tertulianos de la radio y la televisión, parece que la cosa es al revés: deuda para nosotros, para nuestros hijos, nietos y biznietos, «hasta la décima generación». Si dirigimos la pregunta a los empresarios del aborto (que no médicos), la respuesta es un partidario depende: si es la propia vida, por supuesto, para seguir multiplicando mis posesiones; si es la vida que hay dentro de sus clientes, ese tejido calificado de intrascendente, no merece la pena vivir, y a diario cortan de raíz muchas vidas inocentes.
Ojeando algunos libros, le hice la pregunta a una tetrapléjica, muda, casi ciega, enferma neuromuscular. Hace 22 años empezó a manifestarse la enfermedad, que fue paralizando paulatinamente todos sus miembros. Una apuesta joven, de apenas veinticinco años, decoradora y fotógrafa, contempla impotente cómo se paralizan sus miembros, sus manos, sus piernas. Veintiún años ha vivido casi totalmente inmovilizada, y comunicándose con los demás a través de movimientos casi imperceptibles, y un complicado aparato para escribir, mejor dicho garabatear, una enfermera que, con el tiempo y la práctica, es capaz de descifrar esos garabatos.
Hablo de Olga Bejano, que en el 2002, después de 15 años de enfermedad, escribió su segundo libro, «Alma de color salmón». Ella misma confiesa que, cuando la enfermedad truncó su vida, decidió que era más positivo crear que llorar. Y creó, lenta y trabajosamente, un libro. Siete años tardó en escribirlo, a base de pequeños movimientos y garabateos. Pero lo escribió, y nos dejó un canto a la vida. Olga es la primera que reconoce lo duro de su vida, pero también sabe que es mejor vivir que no vivir, sobre todo cuando se tiene un por qué y un para qué. Y después de ese primer libro, llegó esta segunda joya, «Alma de color salmón».
El título presenta una imagen fantástica de su vida: el salmón es el pez más aguerrido de los ríos, el que nada contra la corriente en las aguas torrenciales para perpetuar el ciclo de la vida. Ese luchar contra corriente le hace tener una carne deliciosa, un color precioso, entre rosa y naranja. «Ese esfuerzo tiene una recompensa, escribe Olga, a medida que el individuo se supera externamente, sy interior va transformándose, para bien, y cuando esa persona llega al final de su existencia en esta vida, tal vez su alma sea de color salmón».
«En quince años de un estado crónico grave, -narra ella misma en 2002-, nunca me quedo en la cama, tenga lo que tenga, o pase lo que pase. A mi cuerpo procuro ignorarlo, a mi alma le digo: “Tú tira y calla”. Si hubiera dedicado el tiempo a deprimirme y quejarme, este libro nunca hubiera visto la Luz. Mí chiquilla es más fruto de mi carácter que de mi arte».
Hace 10 meses, Olga dejó este mundo, pero dejó en este mundo un gran ejemplo de alguien con ganas de vivir, de crear en lugar de llorar. ¿Caso único, excepcional? No creo; más bien alguien que apreciaba su vida, don de Dios para uno mismo y para los demás, y la puso al servicio del prójimo. ¿Qué no hizo nada? No creo que piensen lo mismo las cuatro madres (que se sepa), de cuatro casi suicidas. Gracias a los garabatos de esta riojana, de nombre Olga, superaron el fuerte temporal que les llevaba al suicidio y hoy siguen vivos.
Si en nuestro mundo hubiera más salmones, si los papás salmones enseñaran a sus hijos ese coraje y amor a la vida, creo que pensaríamos mucho menos en aborto, eutanasia, riqueza a toda costa, prioridad del tener… Gracias a Dios, y aunque Olga Bejano ya no está entre nosotros, muchos hombres y mujeres hacen vida uno de sus lemas: es más positivo crear que llorar.