Alianzas y anillos (y II)
Ninguna alianza, por separado, pesa nada. Sólo pesan las dos juntas
por José F. Vaquero
Seamos realistas; no todo es fácil, ni el amor que anhelamos en nuestro corazón crece por generación espontánea. Y nuestro poeta también lo sabe. Lo aprendió en su propia vida, cuando perdió a su madre a los 9 años, a su hermano a los 22 años, y a su padre a los 31. Pero también lo aprendió acompañado a muchas familias en su ministerio como joven sacerdote en Cracovia y profesor universitario en los difíciles años de la presión comunista sobre Polonia.
Llegan a escena Ana y Esteban, un matrimonio destruido, aburrido, que viven uno al lado del otro. La soledad y la tristeza invaden a la mujer, y sólo los hijos mantienen esa unión en un difícil equilibrio. Ana mira con angustia y añoranza el escaparate del joyero, allí donde Teresa y Andrés visualizaron lo sublime de las alianzas, que estaban a punto de comprar. El anhelo del amor siempre sigue tocando a la puerta de nuestro corazón, también cuando la rutina y el pesimismo oscurecen el horizonte.
Una tarde la mujer se decide y entra a vender su alianza. Es sólo una joya, que además trae malos recuerdos. Pero el orfebre coloca en su lugar esa joya, ese signo.
Examina el anillo, lo sopese largo rato, mira a la mujer, vuelve a mirar el anillo, lo coloca en la balanza, y concluye con tristeza: «Esta alianza no pesa nada, la balanza siempre indica cero y no puedo obtener de aquélla ni siquiera u n miligramo… Ninguna alianza, por separado, pesa nada. Sólo pesan las dos juntas». Mi balanza, reconoce él mismo, no pesa el metal, sino toda la existencia del hombre y su destino.
La mujer se lamenta de que no le den nada por esa alianza. Tal vez valga lo mismo que su vida, comprometida pero alejada del amor. “Nada hay que permanezca tanto en la superficie de la vida humana como el amor, ni nada que sea más desconocido y misterioso”. Ana termina el acto reflexionando sobre el amor perdido; o mejor dicho, sobre el amor que se dejó perder.
En el último acto se conocen y enamoran los hijos de los protagonistas. El amor o no amor de sus padres se refleja en ellos, en sus temores y proyectos de futuro. Y también estos jóvenes, Mónica y Cristóbal, pasarán por las manos del orfebre, por la sabiduría de su alianza.
Ese es el matrimonio, el amor que nos cautiva y no está en crisis. Conocemos muchos casos de fracaso de esa alianza conyugal; mejor dicho, son los casos más llamativos, o más famosos, lo cual no significa que sean los más abundantes. Los vemos rápido, y nos llaman la atención, igual que nos fijamos espontáneamente en el puntito negro que tiene la gran cartulina blanca que nos rodea. El mal hace mucho ruido, pero eso no significa que predomine sobre el bien. Si el mal predominara, reinaría el caos absoluto, la gran hecatombe, y nada, nada, sería posible. Pero el mal hace más ruido, como el árbol que en un bosque frondoso. ¿Y los cientos, los miles de árboles que han estado creciendo, meses y meses?
Llegan a escena Ana y Esteban, un matrimonio destruido, aburrido, que viven uno al lado del otro. La soledad y la tristeza invaden a la mujer, y sólo los hijos mantienen esa unión en un difícil equilibrio. Ana mira con angustia y añoranza el escaparate del joyero, allí donde Teresa y Andrés visualizaron lo sublime de las alianzas, que estaban a punto de comprar. El anhelo del amor siempre sigue tocando a la puerta de nuestro corazón, también cuando la rutina y el pesimismo oscurecen el horizonte.
Una tarde la mujer se decide y entra a vender su alianza. Es sólo una joya, que además trae malos recuerdos. Pero el orfebre coloca en su lugar esa joya, ese signo.
Examina el anillo, lo sopese largo rato, mira a la mujer, vuelve a mirar el anillo, lo coloca en la balanza, y concluye con tristeza: «Esta alianza no pesa nada, la balanza siempre indica cero y no puedo obtener de aquélla ni siquiera u n miligramo… Ninguna alianza, por separado, pesa nada. Sólo pesan las dos juntas». Mi balanza, reconoce él mismo, no pesa el metal, sino toda la existencia del hombre y su destino.
La mujer se lamenta de que no le den nada por esa alianza. Tal vez valga lo mismo que su vida, comprometida pero alejada del amor. “Nada hay que permanezca tanto en la superficie de la vida humana como el amor, ni nada que sea más desconocido y misterioso”. Ana termina el acto reflexionando sobre el amor perdido; o mejor dicho, sobre el amor que se dejó perder.
En el último acto se conocen y enamoran los hijos de los protagonistas. El amor o no amor de sus padres se refleja en ellos, en sus temores y proyectos de futuro. Y también estos jóvenes, Mónica y Cristóbal, pasarán por las manos del orfebre, por la sabiduría de su alianza.
Ese es el matrimonio, el amor que nos cautiva y no está en crisis. Conocemos muchos casos de fracaso de esa alianza conyugal; mejor dicho, son los casos más llamativos, o más famosos, lo cual no significa que sean los más abundantes. Los vemos rápido, y nos llaman la atención, igual que nos fijamos espontáneamente en el puntito negro que tiene la gran cartulina blanca que nos rodea. El mal hace mucho ruido, pero eso no significa que predomine sobre el bien. Si el mal predominara, reinaría el caos absoluto, la gran hecatombe, y nada, nada, sería posible. Pero el mal hace más ruido, como el árbol que en un bosque frondoso. ¿Y los cientos, los miles de árboles que han estado creciendo, meses y meses?
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