Educación para la vida... ¿o para la muerte?
Ante el avión siniestrado y la cruel presencia de la muerte: "Ni desesperación destructiva, ni resignación amargada... ¡¡Sembrar #esperanza!!"
por José F. Vaquero
Llevo varios días pensando en una de las columnas de la vida, más sensible quizás cuando pensamos en los niños: la educación. Educar para vivir, cómo vivir; educación para la vida. Aunque con el aluvión de noticias que nos ha llegado esta semana no sé si hablar de educación para la vida, o “educación para la muerte”. Expresión fuerte, es cierto, pero surgida de ese aquí realista que nos ha ido acercando dramáticamente la realidad de la muerte. En la cultura occidental, le gusta decir a un conocido psiquiatra, queremos pintar la muerte como algo accidental. Pero este Airbus, cayendo imparablemente, nos está gritando que la muerte está ahí, presente en cualquier momento.
Ocho minutos de caída, según las últimas informaciones descenso normal al indicar que el vuelo se sitúe a 3,000 metros de altura. Ocho minutos, o alguno menos, de desesperación del piloto por volver a entrar en la cabina, donde el copiloto, con mucha sangre fría, programa el descenso del avión y hace oídos sordos a su compañero que mamporrea la puerta, a las llamadas de los centros de control, a la montaña que le grita: te vas a chocar contra mí.
Un cúmulo de historias personales, 150 personas, 150 individualidades, con su historia personal, única, intransferible. 150 familias que volaban junto a cada pasajeros, 150 grupos de amigos, grupos de grupos, más cercanos y más lejanos; 150 oficinas, despachos, empresas que estaban allí representadas, como en tantos viajes de tantos aviones, trenes, autobuses, coches. 150 personas de las que sólo cabe decir “Descanse en paz”.
Mucho se ha dicho en estos días, en los medios de comunicación, en las universidades, en las barras de los cafés, en los encuentros entre amigos. Uno de los que más me ha gustado es un twitt enviado por Mons. José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián y gran evangelizador de este sexto continente que es el mundo de internet: “Ni desesperación destructiva, ni resignación amargada... ¡¡Sembrar #esperanza!!”. Un modo de educar, vuelvo al tema de partida, sembrando esperanza.
En la educación actual, permítaseme la generalización, la muerte no existe, y por tanto no se educa para la muerte. Es algo accidental, algo que tratamos de esconder, de controlar, de domesticar, de morfinizar. Sin embargo, el hecho está ahí, la muerte es la principal certeza que tiene todo hombre. Es un problema muy serio. Un problema no es el final del camino, sino al revés, aquello que nos lanza hacia adelante; es lo que nos enseña su etimología, pro-balo, lanzar hacia adelante, como un balón que es empujado hacia el fondo de la portería.
Con este horizonte de la muerte, sin deslumbrarse ni cegarse por su luz, viene el siguiente paso, la educación para la vida. ¿Me gusta vivir? ¿Me emociona esta vida? ¿Me asombra? ¿Me maravilla? ¿Me llena de ganas de vivir?
Uno de los astronautas que viajó a la luna escribió a su regreso: “Cuando volví después de doce días de un viaje a la luna, podía apreciar pequeñas cosas como sentarse en una silla y sentir la presión en mi espalda, poder caminar con ropa normal, poder comer con un tenedor, acostarme y quedarme en esa posición, oler cosas, apreciar las sensaciones de la tierra, escuchar sonidos. Estábamos en un ambiente en donde traíamos los sonidos con nosotros”. Disfrutó el viaje, la experiencia, y disfrutaba ahora de los detalles cotidianos de cada día, normales, aburridos.
El mundo de los niños es fresco, nuevo, precioso. Es un continuo descubrimiento de la realidad, un permanente asombro. Qué pena que, con demasiada frecuencia, junto con los años nos dejamos encadenar por las preocupaciones, la inmediatez de tantas cosas de esta vida, y olvidamos la vida que vivifica estas cosas, la vida que nos vivifica desde dentro.
Los años de la infancia son el tiempo para preparar la tierra. Una vez que han surgido las emociones, el sentido de la belleza, el entusiasmo por lo nuevo y lo desconocido, la sensación de simpatía, compasión, admiración o amor, entonces deseamos el conocimiento sobre el objeto de nuestra conmoción. Una vez que lo encuentras, tiene un significado duradero.
Albert Einstein, científico pero a la vez apasionado de la vida, de la maravilla, de la belleza, de la grandeza y del misterio, escribió: “La más bella y profunda emoción que podemos probar es el sentimiento del misterio. En él se encuentra la semilla de todo arte y ciencia verdadera. El hombre para el cual no resulta familiar el sentimiento del misterio, que ha perdido la facultad de maravillarse o humillarse ante la creación, es un hombre muerto, o al menos ciego.” Esa muerte sí es peligrosa y triste, y a esa muerte sí hay que tenerle miedo, mucho miedo.
No quiero, con lo dicho, minusvalorar ni un ápice el dolor y el llanto de las 150 familias, los 150 núcleos de personas que han recibido este mazazo repentino que es la muerte, que llega en el peor momento (si somos sinceros, siempre llegará en un mal momento, muy malo o no tan malo). Desde aquí mi más sentido aprecio, de modo especial a la familia del copiloto. ¿Por qué hizo lo que hizo? Siempre quedará el misterio de esa tremenda decisión, pero creo que es humano, de alta humanidad, no dirigir la rabia por la muerte de un ser querido hacia esa familia, que ya tiene bastante dolor encima.
Ocho minutos de caída, según las últimas informaciones descenso normal al indicar que el vuelo se sitúe a 3,000 metros de altura. Ocho minutos, o alguno menos, de desesperación del piloto por volver a entrar en la cabina, donde el copiloto, con mucha sangre fría, programa el descenso del avión y hace oídos sordos a su compañero que mamporrea la puerta, a las llamadas de los centros de control, a la montaña que le grita: te vas a chocar contra mí.
Un cúmulo de historias personales, 150 personas, 150 individualidades, con su historia personal, única, intransferible. 150 familias que volaban junto a cada pasajeros, 150 grupos de amigos, grupos de grupos, más cercanos y más lejanos; 150 oficinas, despachos, empresas que estaban allí representadas, como en tantos viajes de tantos aviones, trenes, autobuses, coches. 150 personas de las que sólo cabe decir “Descanse en paz”.
Mucho se ha dicho en estos días, en los medios de comunicación, en las universidades, en las barras de los cafés, en los encuentros entre amigos. Uno de los que más me ha gustado es un twitt enviado por Mons. José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián y gran evangelizador de este sexto continente que es el mundo de internet: “Ni desesperación destructiva, ni resignación amargada... ¡¡Sembrar #esperanza!!”. Un modo de educar, vuelvo al tema de partida, sembrando esperanza.
En la educación actual, permítaseme la generalización, la muerte no existe, y por tanto no se educa para la muerte. Es algo accidental, algo que tratamos de esconder, de controlar, de domesticar, de morfinizar. Sin embargo, el hecho está ahí, la muerte es la principal certeza que tiene todo hombre. Es un problema muy serio. Un problema no es el final del camino, sino al revés, aquello que nos lanza hacia adelante; es lo que nos enseña su etimología, pro-balo, lanzar hacia adelante, como un balón que es empujado hacia el fondo de la portería.
Con este horizonte de la muerte, sin deslumbrarse ni cegarse por su luz, viene el siguiente paso, la educación para la vida. ¿Me gusta vivir? ¿Me emociona esta vida? ¿Me asombra? ¿Me maravilla? ¿Me llena de ganas de vivir?
Uno de los astronautas que viajó a la luna escribió a su regreso: “Cuando volví después de doce días de un viaje a la luna, podía apreciar pequeñas cosas como sentarse en una silla y sentir la presión en mi espalda, poder caminar con ropa normal, poder comer con un tenedor, acostarme y quedarme en esa posición, oler cosas, apreciar las sensaciones de la tierra, escuchar sonidos. Estábamos en un ambiente en donde traíamos los sonidos con nosotros”. Disfrutó el viaje, la experiencia, y disfrutaba ahora de los detalles cotidianos de cada día, normales, aburridos.
El mundo de los niños es fresco, nuevo, precioso. Es un continuo descubrimiento de la realidad, un permanente asombro. Qué pena que, con demasiada frecuencia, junto con los años nos dejamos encadenar por las preocupaciones, la inmediatez de tantas cosas de esta vida, y olvidamos la vida que vivifica estas cosas, la vida que nos vivifica desde dentro.
Los años de la infancia son el tiempo para preparar la tierra. Una vez que han surgido las emociones, el sentido de la belleza, el entusiasmo por lo nuevo y lo desconocido, la sensación de simpatía, compasión, admiración o amor, entonces deseamos el conocimiento sobre el objeto de nuestra conmoción. Una vez que lo encuentras, tiene un significado duradero.
Albert Einstein, científico pero a la vez apasionado de la vida, de la maravilla, de la belleza, de la grandeza y del misterio, escribió: “La más bella y profunda emoción que podemos probar es el sentimiento del misterio. En él se encuentra la semilla de todo arte y ciencia verdadera. El hombre para el cual no resulta familiar el sentimiento del misterio, que ha perdido la facultad de maravillarse o humillarse ante la creación, es un hombre muerto, o al menos ciego.” Esa muerte sí es peligrosa y triste, y a esa muerte sí hay que tenerle miedo, mucho miedo.
No quiero, con lo dicho, minusvalorar ni un ápice el dolor y el llanto de las 150 familias, los 150 núcleos de personas que han recibido este mazazo repentino que es la muerte, que llega en el peor momento (si somos sinceros, siempre llegará en un mal momento, muy malo o no tan malo). Desde aquí mi más sentido aprecio, de modo especial a la familia del copiloto. ¿Por qué hizo lo que hizo? Siempre quedará el misterio de esa tremenda decisión, pero creo que es humano, de alta humanidad, no dirigir la rabia por la muerte de un ser querido hacia esa familia, que ya tiene bastante dolor encima.
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